Los agujeros los veo siempre después de tropezar. Ahora veo un socavón inmenso en el suelo y la sangre sé de sobra que es de mi cabeza. La verdad para que dramatizar. Últimamente no utilizaba la cabeza para casi nada, ni para tomar cañas, ni para poner la mesa, ni para ver películas de Tim Burton. Mi cabeza contaba gravitones en un laboratorio, el laboratorio no existía realmente, pero los gravitones, hasta la fecha, también pertenecen sólo al mundo de las ideas. Todo marchaba.
Sin pensar se puede hacer casi todo, lo digo yo que he ganado más partidas de ajedrez que he perdido. Comía comida y me dormía esquilando gravitones. Me imagino que como todo el mundo. Hacía cosas, estaba triste, volvía a hacer más cosas, me alimentaba de bocadillos de tristeza, pero no importaba. Casi todo lo que era yo no subía escaleras, no compraba latas de atún de tres en tres y no tiraba piedras a los patos. Casi todo yo sólo contaba gravitones.
Entonces vino lo del agujero. Di lo primero que se te ocurra, me decía. Y me enseñaba una flor, y yo decía: viento. Me enseñaba una verruga que decía que tenía en el alma, y yo decía: ¿duele? y una foto más estrecha de lo normal y yo decía su nombre. Parecía que sí, pero seguía contando gravitones.
El juego para ser divertido tiene que ser peligroso. Este era el mejor pan para mis bocadillos de tristeza. Dibujaba un perro y ella lo llevaba al veterinario. Me contaba las películas que yo veía y nos reíamos sin decirnos nada creyendo que nos reíamos de lo mismo. Si queríamos no tocábamos el suelo que era gris y estaba sucio y en eso siempre estuvimos de acuerdo. Me dejaba colocar los elefantes como a mí me gustaba, divertidos y aburridos (la única clasificación posible) y esto es muy importante para que la cosa funcione. Conté mi primera historia o mi primera mentira, y ella la sacó del armario y con cuatro puntadas la cosió a la realidad. Es imposible mentir a su lado. Me divertía mucho y eso se paga. No pude volver a dormir. No quedaban gravitones. Así sin más, desaparecieron, si alguna vez existieron.
No me entendéis, lo sé y no tengo mucho tiempo. Los periodos de elocuencia entre las pastillas y el remolino son cada vez más cortos. Voy a ser más claro.
Escribes un cuento de una vieja que vive en una chabola y se dedica al tráfico de droga y como una noche las ratas se comen toda la droga menos el caballo y luego a la vieja. Por la mañana es la primera noticia que oyes en la radio-despertador y no te asustas. No es la primera vez que ocurre. Te pasa desde que eras un niño en que a días y fogonazos entendías cómo se encadenaban unos hechos a los otros, veías el pegamento invisible que usa Dios para sujetar su gran puzzle.
La corbata de tu padre, la programación de la tele, lo que dijo la maestra, la lluvia, el ruido del fluorescente de la cocina, el olor a pesca rebozada para cenar, el gol que fallaste y los pantalones doblados en la silla para mañana. Todo encajaba.
No se lo cuentas a nadie, aunque ellos te confiesen que tienen un dedo en el pie con forma de patata o lo que su abuela hace con el gato. Te callas.
Y como no lo dices parece que no pasa y no tiene importancia.
Cuerpo de Cristo, pecho fuera, la asistencia a las prácticas es obligatoria y sin darte cuenta eres un eficaz contador de gravitones.
Ya estás sentado a jugar la partida, no sabes por qué juegas, ni contra quién. Pero como no te va mal, sigues jugando. Si no protestan los que pierden, no vas a ser tú el que rompa la baraja. Y así suele acabar la historia entre hipotecas y gravitones. Bien adornado un final comercial.
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