Fue más allá de lo que podía ser, para quedar atrapado bajo el tiempo.
Me extrañaron las marcas en su piel, el rostro atigrado de lamentos y nostalgias que cabía en su mirada, la soledad enmarcando su silueta enjuta por esas calles de invisibles huellas. También lo enmarañado de su pelo flotando entre la tierra, las manos aferradas a ese metal opaco y desteñido al borde de sus ojos, invocando el cielo. Yo lo cruzaba siempre perdido en quien sabe cuantas ilusiones truncas, arrastrando un estadio de confusiones por las veredas del barrio. Olvidado, nacido bajo el mando de una madre omnipotente, sumiso, con un equilibrio prematuro que abandonaba en esa mujer depositaria de sus quejas. Y en ese infinito vía crucis de sus días, la muerte había podido con él, reptando en el confín de su penumbra.
Hoy volví a verlo indescifrable, deshecho en un montón de huesos y tendones tras el paredón del cementerio, rodeado de escombros y basuras como otro bulto más fuera del mundo, atrapado en el estallido de una bala que aún zumbaba con el aire, mientras sus brazos se perpetuaban en una placa mortuoria, bajo los datos de su madre. Sólo atiné a saludarlo con su nombre, mientras lentamente me iba internando entre las tumbas.
Ana Cecilia.
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