Es una noche sin luna, máscaras encarando lo único palpable todavía. Las ramas de los árboles crujen en un bosque abandonado donde la codicia de hombres perdió su fe hace décadas mudas. Quizá será el laberinto el que ilumine la ignorancia de un sólo viajero perdido cuyo coraje se encuentra difuminado en sus ojos que vacíos divagan de piedra a piedra hasta un infinito transparente. Hoy tampoco habrá sueños. No habrá confecciones ni palabras dulces ni suaves suspiros entre la maleza. Es camino de la soledad donde la humanidad yace escondida entre el tiempo, entre los fantasmas de los años que ya muertos han olvidado el habla. Monotonía en cada respiro y cotidianeidad tras cada paso. Aún así, un viajero sin rumbo acaba merodeando caminos prohibidos, senderos tristes, oscuridad vacía en esta época material. Los vivaces recuerdos de la juventud impulsan todavía deseos de una vida con mayor carisma, donde la brisa del viento dé un toque de frescura a los rasgos de una cara extremamente cansada. Vivir es desear. El peso de los años se asienta en cada extremidad, en cada poro de la piel, en cada mirada introspectiva hacia un alma descarriada. Verse a sí mismo como espejismo de lo que alguna vez se fue es como marchitarse por el simple hecho de seguir existiendo. Autodestructivo, devorándose a uno mismo por dentro, hambrientamente despedazando sus entrañas y sufriendo hemorragias internas; como pétalos muertos sobre huesos carcomidos. Hay tanta vida y aún así todo se siente seco.
El bosque parece eterno, como un sendero sin fin que se prolonga cada vez más estrecho, más allá de lo que la visión alcanza a saborear. Podría ser un cielo olvidado cuya puerta secreta se abre cada siglo sólo ante aquéllos con cierta pureza digna. No… es un infierno atrapando moscas que inútiles se posan en un vidrio transparente que asimilan como realidad; llegar a él es llegar a tocar las paredes de un abismo con asqueante hedor.
El viajero moribundo, sin desanimarse, de vez en cuando saca un mapa amarillento y viejo que intercambió por unas cuantas monedas. Sigue pasos imaginarios que culminan en un deslumbrante prometido tesoro. Es un concepto más que nada, o quizá una metáfora divisible entre dos. No importa después de todo; hoy no hay sueños puesto que todo lo que se desea acaba con el primer rayo del amanecer. Detrás de su cara podría existir una historia, un pasado con tintes de aventura y romance; sin embargo, hoy tan sólo es reflejo de la humanidad. Sus deseos engloban a un mundo entero.
Así, junto con los primeros rayos de una nueva madrugada, el único camino que plateado brilla se asoma a dar una bienvenida a su viajero más preciado. El lugar no está en el mapa, su nombre ni se susurra. Tan sólo es instinto. Pero la laguna cristalina, completamente pura, no podría estar gritando su existencia de manera más desesperada. Hay suaves cánticos en el fondo, inundando de voces tan finas, delgados trozos de estrella quemándose en una sola visión. Más que nada, su aparición es como premio concedido ante una perseverancia ciega, ante la espera paciente de una vida entera. Con sus brazos extendidos, a imagen de una Venus con brillante cabellera verde, aguarda una sola sirena cuya sonrisa trasciende siglos y llena de vacía tristeza. Al final del arco iris, ella porta una llave sagrada. Diosa caída, asfixiada en una oleada de los sentimientos más intensos. Todo se vuelve un rito y sin saber cómo comienza, la totalidad de personajes siguen al pie de la letra un guión frío y enajenador; incluso cada fibra de rebelde planta conoce su lugar ahora. El viajero, hombre loco y viejo con los ojos humedecidos, sonríe con ingenuidad ante el espectáculo. Ahí, en la laguna, junto a una musa de hermoso exterior, lo aclama la muerte. Ahora él también conoce los secretos, sabe cuándo pasar al escenario. Instinto. Sus pies tocan lodo, después sólo agua. Se deja caer, se deja acariciar y abrazar por una fuerza más poderosa que su propia voluntad para después sentir espuma y nada más. Nada después de la nada. En camino hacia la muerte está la única inmortalidad que podría aspirar a obtener. En vano cierra sus ojos, pupilas grises apagadas, sabiendo con la certeza más grande del universo, que aquí empieza el final.
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