A Molly no le impotaba ni que fumara, ni que bebiera, ni que hablará como Tarzán. Los dos siempre juntos en el jardín con sus huesos de juguete y el cubo con arena para mis colillas.
Y aunque nos lo contabamos todo, yo nunca le hablé mal de sus dueños, ni ella se quejó de vivir atrapada en ese paraíso por un sofisticado collar que daba descargas eléctricas al acercarse a los límites del jardín. Un sofísticado collar que ya ni siquiera llevaba.