Dudaba.
Dudaba de todo.
Por eso nunca se decidió a hacer nada.
Y nada hizo en su vida.
Nada importante, nada memorable, nada digno de quedar en el recuerdo de nadie.
Pocos asistieron a su entierro, y nadie lloró por él.
Cuando el cajón fue tragado por el sucio nicho, todos menearon sus cabezas al unísono, presagiando de alguna forma la rapidez con la que lo olvidarían.
A ellos nunca les sucedería algo así... o sí?
¿Acaso podrían hacer algo para trascender a la muerte?

Mientras colocaban la placa de mármol, y a modo de despedida, muchas lágrimas rodaban, pero no por él: eran lágrimas de autocompasión.