Pasaba la vista por las letras amontonadas en el papel. De pronto, una mujer se apostó en el muro. De espaldas a mi, parecía no darse cuenta de mi presencia. Venía corriendo y se detuvo en el lumbral de la entrada del zaguán. Nunca me interesa nada de lo que pasa allá afuera, menos a esta hora del día cuando hasta las palomas vuelven a su nido; pero yo ponía atención a sus movimientos, alagado de tener la figura de tan escultural mujer frente a mí. Sola para mi, para disfrutar con la vista un cuerpo que nunca podría tener.
Dejé a Sabines sobre mis piernas un momento, junto a mis anteojos. Pero luego de pensarlo cuatro segundos cayeron al piso cuando me paré de la mecedora. Me acerqué despacio, más despacio de lo normal, y me coloqué junto a una maceta, escondiéndome entre las ramas. Ella escuchó un ruido y volteó buscando algo. Algo a qué echarle la culpa. Pero no encontró nada y volvió a su posición con su quehacer. Yo la miraba muy de cerca.
Alzaba el cuello como esperando a alguien, como queriendo llegar mas pronto con la vista. El cabello se le agitaba al momento que viraba su cabeza de lado a lado, hacia los dos extremos de la calle. De repente, se deslizó el bolso desde los hombros y sacó algo así como un paquete. Yo no lograba ver bien que era. Pero parecía estar pequeño, se acoplaba muy bien a su mano.
Estiró el brazo y se escuchó un disparo. Y uno más, y otro, y otro. Es raro que eso pase a estas horas del día y en este sector de la ciudad donde pareciera nunca pasar nada, ni siquiera el tiempo. Pero ahí estábamos, ella ya en el piso y yo rumbo a él.
La gente chismosa rápido se junto como moscas a la miel. Gritaban y sugerían sobre nuestros cuidados. Pronto llegó la ambulancia y se llevó a la mujer alegando que había perdido mucha sangre. Respecto de mi sólo me sentaron en la banca de madera y me dieron un relajante muscular, dijeron que una persona de esta edad debería tener más atención y no vivir solo. No permití ni que me quitaran los zapatos. Sabines siguió esperando. |