Lujosos carros
pasan por la polvorienta carretera
que conducen por el norte de la ciudad,
a una casa grande, vieja y olvidada.
Al llegar
bajan niños, jóvenes, ejecutivos
y los que se creen extranjeros;
teniendo solo una cosa en claro:
que ninguno recuerda los nombres
de aquellos rostros olvidados
de primos, tíos, sobrinos...
y ni siquiera de aquel viejo, el abuelo.
Dentro ya de la vivienda
se refugian en cuartos, salas y patios,
como si nada hubiera ocurrido
en aquella casa llena de historias,
y de cuartos grandes
que en las noches de invierno
añoran los cuentos de fantasía
relatados en la gran huerta
llena de palos de limón, naranjas,
guayabas y limas...
...
Ah! y como olvidarse de las pocas matas de café,
aquel café que sacaban al sol en las tardes
a finales de los 50.
Todavía, se conserva el comedor de 12 puestos en madera,
enterrado en el suelo sin baldosa;
y en la apolillada biblioteca
reposan las pocas foto agüitas
de la familia en el parque principal.
La cocina esta llena de viejas ollas de barro
que rodean un gran fogón de leña lleno de pan,
que es la perfecta compañía, para el café oscuro
y con poca azúcar que da hoy vueltas por toda la casa
llena de velas, rosas blancas y rezos tardíos concentrados
en la sala principal...
donde reposa un ataúd.
Allí, allá, acá, aquí, en fin en la casucha del abuelo.
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