Marito y sus fuegos
Nunca se olvidaría de cómo empezó todo. De ese torpe descuido de su padre, del mantel prendido fuego, de los gritos de su hermana y de su madre, y de la imagen fugaz del tío, sofocando el pequeño incendio con un baldazo de agua. A la vez que el fuego se apagaba, otro se encendía en el corazón del pequeño Marito. Una obsesiva pasión se despertaba, una pasión indeleble para el resto de su vida.
Desde aquel decisivo momento, Marito no pudo alejarse jamás del fulgor de las llamas, de su incandescente calor, de su tibio chisporroteo. Por eso es que desde chico Marito pasaba tardes enteras jugando con fuego. Como una suerte de pirómano, Marito quemaba en el patio trasero todo lo que había a su alcance. Desde soldaditos hasta ropas y libros. Pasaba las horas contemplando la candidez de esa danza de resplandores multicolores, del abrazo inagotable de las llamas que se llevaban todo consigo. Permanecía en silencio, rendido ante los mágicos encantos de las hogueras sin rostros, desafiantes y aterradoras.
A diferencia de los pirómanos, Marito no quemaba las cosas por el simple hecho de verlas arder, sino por la aventura de apagarlas, de aplacar la furia voraz de las avasallantes fogatas. Tal vez lo hacía en actitud de homenaje hacia el difunto tío, que le había inspirado una insospechable pasión, y que paradójicamente, había muerto ahogado en un tanque australiano, al igual que sus baldazos de agua habían extinguido el fuego del ardiente mantel hace años atrás.
Sus años de adolescencia se vieron curtidos no por el embate de los sucesos referentes a la pubertad, sino por el inflamable juguete que dejó algunos estigmas de contacto en su cuerpo. No faltaron quienes lo trataron de enfermo, de loco incurable. Sin ir más lejos, hasta su propia madre repudiaba sus conductas. Jamás buscó la aceptación general, prefirió vagar perdido en la soledad del anonimato.
Cuando egresó de la escuela, se negó a seguir cualquier tipo de estudio, ganándose con esta actitud la desaprobación total de sus padres. Decidió inclinarse hacia su verdadera vocación, dedicarse a aquello para lo cual había sido engendrado. Así fue como ingresó al cuerpo de Bomberos Voluntarios. Sabía que tenía la mente podrida, al esperar ansioso que una casa destelle fuego de sus ventanas; pero la adrenalina de salir a toda velocidad con el camión autobomba, anunciando con sus estrepitosas sirenas la llegada del acuoso justiciero, parecía curarlo de todo sentimiento de culpa. Incluso lo justificaba.
Sería imposible borrar de su mente la noche en que le salvó la vida a un anciano, de mirada nostálgica, cuando lo arrastraron llevándoselo lejos de las llamas. O la vez en que un hombre lo abrazó con actitud de entrega y eterno agradecimiento, y le agradecía por haber rescatado a su hijo del caluroso y robusto enemigo, mientras lloraba como un torrente desenfrenado.
Marito desarrolló una brillante carrera como bombero, y perdió la cuenta de todas las personas que llegó a salvar en su vida. Algunos señalaron cincuenta, otros, más de cien. Lo cierto es que Marito se ganó en buena ley el sobrenombre de “El Salvador”. Alcanzó tanta fama, que hasta el mismo presidente lo condecoró en un acto público con la medalla a la valentía. A Marito nunca le interesó trascender. El mejor reconocimiento y el más puro al cual aspiraba era un humilde y sincero “muchas gracias”. Galardones, medallas y condecoraciones eran para él artificios innecesarios. Por esta razón se negó muchas veces a recibir premios en público.
De actitud temeraria, arriesgaba su vida más que nadie en el cuartel, con tal de salvar desinteresadamente una vida más. Era un deber que no estaba escrito en ningún papel, más bien estaba inserto en su sangre, impreso en su corazón. Milagrosamente había escapado a las situaciones más adversas, a las condiciones más peligrosas. En una ocasión, una viga incandescente le cayó sobre la espalda, quebrándole afortunadamente tan solo la clavícula. Casi muere cuando una garrafa le explotó increíblemente cerca de su cuerpo a causa de las llamas. Desde ese momento se hizo más católico que nunca, y sostuvo con firmeza que fue Dios quien quiso salvarle la vida. Para demostrar su devoción y agradecimiento, caminó ese año veinte veces a Luján, ida y vuelta.
Nunca se olvidaría como empezó todo. De ese torpe descuido de su padre. Porque fue también por un descuido, suyo en este caso, que su casa comenzó a arder, a raíz de que una vela encendida quemó las cortinas, y así la llama se fue contagiando de a poco mientras dormía apaciblemente. Pero esta vez no había nadie para salvarlo, para evadirlo de las rojizas fauces que ya flanqueaban su cama. Ni su tío, ni sus compañeros del escuadrón. Ni el mismísimo Dios se acordaría hoy de sus cristianas hazañas, ni lo premiaría entonces con otra chance de vida. Su destino era morir entre los fuegos, chamuscándose él junto a sus recuerdos, marchitándose como una planta, derritiéndose como un soldadito de los que quemaba en su niñez. Y la imagen de su tío corriendo con el balde de agua seguiría latente, hasta el triste desenlace, al igual que la pregunta inquieta de su mente, indagando cual hubiese sido su destino si acaso su padre no hubiera cometido el tonto descuido de encender el mantel sobre la mesa.
08/10/04
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