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Teresa


Cometí varios errores en mi vida, pero el más grande fue el de enamorarme de Teresa Macmillan. Al menos tengo el consuelo de saber que esa equivocación no fue exclusiva de mi persona. Todos aquellos que cayeron en sus redes terminaron, de alguna u otra manera, en desenlaces tormentosos y poco favorables.
Pero cuénteme alguien la manera de escapar a una mujer tan irresistible. Si conociesen a Teresa me darían la razón sin dudarlo un instante. Apuesto a que renunciarían a todo tan solo por un segundo de su cuerpo. Y miren que no exagero. Si no pregúntenle a los muchachos del café “Los Ángeles”. Ellos le van a poder decir.
Poco se sabe de la hermosa Teresa. Sus orígenes, sus padres y otros lazos familiares deambulan en una secreta nebulosa. Lo único que es ajeno a su sombra misteriosa son sus aspectos más superficiales: que es una mujer bellísima como pocas, que sus labios parecen de terciopelo y su piel de seda, impregnada con perfumes que solo ella conoce. Todo se conjuga formando el arma de seducción más letal y mortífera que un hombre haya conocido jamás.
Me topé con Teresa por vez primera en aquel club de la calle Libertador. Desconozco si sigue estando ahí. Se llamaba Club 69. La moda y el glamour de esa época se refugiaban bajo las luces negras y las mesitas con vista al río llenas de inacabable champán. No cualquiera era para el Club. Había que pertenecer a ese ambiente de estrellas fugaces, automóviles lujosos y propinas desmedidas.
Cuando se me acercó en la barra yo prestaba desinteresada atención a las bailarinas del escenario, mientras bebía de mi Gin Tonic.
- ¿Tienes fuego? Preguntó.
Tardé en reaccionar porque cuando la vi me di cuenta de que me
estaba hablando la mujer más atractiva que había visto en mi vida. En mi mente la palabra “fuego” se repetía sin cesar, como un eco interminable. Me acerqué hacia ella para encenderle el cigarrillo en su boca. Clavé mi mirada en la suya, en esos ojos en los cuales uno puede perderse por años. Todavía puedo aspirar esa fragancia que entró en mis fosas nasales casi con violencia.
- ¿Cómo te llamas? Le pregunté.
- Teresa Mcmillan. ¿Y tú?.
Lo demás fue todo tan natural, tan obvio. Nos fuimos
descubriendo el uno al otro entre el humo del cigarrillo y las burbujas del champán. Luego las risas, las miradas y casi en seguida y sin darnos cuenta, las suaves caricias en las manos y cara. Nos besamos en el callejón a la vuelta del Club, a la vera de una luna llena de noviembre, sin otro ruido que los sordos maullidos de los gatos en los tejados. Besar a Teresa era como ahogarse en un océano sin fondo.
Convenimos en dar una vuelta en mi convertible para terminar en mi casa. Ese final parecía haber sido vaticinado por los dos en el mismo momento en el cual nuestras miradas se encontraron en una fracción de segundo fugaz pero eterna.
Ya se los dije antes, no hay que enamorarse de Teresa. Mírenme, que les sirva de ejemplo. Dejé conquistarme por esas noches de lujuria tan indescriptiblemente salvajes. Por esa sonrisa compradora y esa hipnotizante forma de mirarme, por esa voz de revolucionarias pasiones. Mi corazón izó la bandera blanca sin resistencia alguna. ¿Cómo no iba a rendirme ante los encantos de una mujer con ese estilo, tan femenina y avasallante? El problema no era yo sino ella. Teresa era una especie de pájaro, ella volaba y quería ser libre. Hasta incluso me lo había advertido después de haber hecho el amor esa primer noche inolvidable.
- Por favor, no vayas a enamorarte.
Claro que no, le había contestado yo, seguro de mi condición de
dandy y seductor por excelencia, totalmente incompatible con los preceptos de los sentimentales. Pero este ex – casanova se dejó caer en su dulce trampa, como un inocente estudiante, iluso y sin medir las consecuencias.
Esas cuatro semanas fueron increíbles. Amé a Teresa obsesivamente. No me importaba nada más que ella. Era mi titiritero, y yo la marioneta que se dejaba llevar relajadamente y sin protestar. Fue por eso que no me molestaba llevarla a los restaurantes más caros, ni el haberle comprado el deportivo que tanto le gustaba para su cumpleaños.
Bueno, aunque sea acá me sobra el tiempo para pensar. Pensar y leer. Pienso todo el día. Para matar las horas y la rutina a veces nos ponemos a conversar con el resto de los muchachos. Cuando te querés acordar, entre mate y mate se te pasa la tarde. Y a la noche la cena y después a la cama. Antes no me alcanzaba el día para nada.
Me acuerdo de esa noche, después de la fiesta de casamiento de un viejo amigo. Habíamos comido y tomado cual feroces animales. Bailamos toda la noche. No me cansaba de hacerla girar y girar en la pista. Y ella que no paraba de reírse y yo la abrazaba con fuerza. Y la besaba y me extraviaba en su boca de fuego. ¡Cuanta pasión, cuanta llama¡ Era verano y culminamos la velada haciendo el amor en la terraza, totalmente alcoholizados. No puedo quitar de mi mente la figura de Teresa con ese vestido rojo, tan parte de su cuerpo, que destacaba sus formas desafiantes. Teresa giraba y reía.... Y yo la besaba....
Confieso que no me di cuenta. Mejor dicho, no quise darme cuenta que nuestra relación se convertía, con el progresivo paso de los días, en una relación inversamente proporcional. Mientras más se distanciaba ella de mí, más intentaba acercarme yo. Le preguntaba si le pasaba algo pues la notaba cada vez más distante.
- Necesito un tiempo. Me dijo
Hubiera hecho cualquier cosa por esa mujer. De manera que no
podía negarme a otorgarle todo el tiempo que quisiese. Si era para mejor.... Me costaba convivir con la realidad de no verla ni siquiera una hora por día. Mi cabeza era un motor que viajaba a más de tres mil revoluciones. Imposible era para mí renunciar a sus caricias, a su boca y a su cuerpo. A esa espontaneidad mágica y envidiable.
Ya habían pasado como tres días desde la última vez. Me mordía la lengua y trataba de no pensar en ella. Necesitaba salir un poco. Distraer mi corazón inquieto. Esa cálida noche de enero fui al Club. Me hizo bien volver a ese mundo sofisticado de artificial belleza. Reconozco que las botellas de champán que tomé me dieron una efímera alegría en la cual me sumergí para olvidarme de Teresa. Cuando salí del Club, los efectos del alcohol aún prevalecían en mi cuerpo, razón por la cual resolví caminar un rato antes de subir al auto. Me acordé del callejón donde nos besamos con Teresa la noche en que nos conocimos. Me dio por recorrerlo, borracho como esa vez, aunque triste y sin ella. A medida que me fui acercando, escuchaba los murmullos de dos enamorados, como nosotros dos bajo la luz de la luna. Avancé hasta observar oculto a la apasionada pareja, cosa que me amargó aún más. La amargura fue reemplazada primero por la sorpresa y casi instantáneamente por el odio, al contemplar a Teresa Mcmillan besándose fogosamente con un desconocido. Me precipité hacia ellos con furia de león. No les di tiempo a nada. Separé a Teresa de un brusco empujón y golpeé con ira al desconocido, utilizando un adoquín que levanté de la calle. El ruido producido por el impacto sonó seco y desgarrador. Cayó pesadamente contra el piso. Seguí golpeándolo ciegamente. Y hubiera seguido si varios oficiales no me hubiesen atrapado por la espalda, alarmados seguramente por los desesperados gritos de Teresa.
Dentro de todo no se está tan mal en la cárcel. Desde ya que no es como antes, pero aunque sea tengo tiempo de sobra para pensar. Cada día, un rato lo dedico a retrotraerme al tiempo que pasé junto a Teresa. Ya ven, enamorarse de ella es peligroso... Pero casi ni me molesta estar encerrado. A veces extraño a Teresa, tengo la revista en la cual aparece en la foto de tapa. Lo peor de haberme enamorado de ella no es el hecho de haber perdido mi fortuna y mi libertad, sino el no arrepentirme de haber matado a ese pobre hombre, víctima como yo de esa viuda negra, y sobre todo el estar convencido de que si tendría que hacerlo de nuevo, no dudaría siquiera un segundo, lo golpearía duramente una y otra vez hasta matarlo, todo por haberme robado ese maldito el amor de mi Teresa.

31/08/04

Texto agregado el 19-10-2004, y leído por 148 visitantes. (0 votos)


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