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Puerta escondida


Rasqueteaba y rasqueteaba la sucia pared. El viejo almacén de la esquina de Yrigoyen y Santiago del Estero pedía a gritos una lavada de cara. Hasta el rostro del General en la foto sobre la estantería parecía disconforme con esos años de mugre acumulada.
Por fin se había decidido a poner como quien dice “la casa en orden”. Cierto es que le costaría sus buenos pesitos, pero era algo pendiente y demorado en exceso.
Omar trabajaba ahora en la cocina, detrás de la freidora. Tuvo que moverla para seguir con su cometido. Y encima en esa parte donde todo era más asqueroso y grasoso.
Le erizaba la piel el constante roce de la espátula contra la pared. Le generaba una sensación que le hacía morderse los labios. Percibió en un momento un cambio repentino en la textura, pasando del rugoso cemento a una suave madera.... ¿Madera? Si no había nada de ese material allí...
Se empeñó en descubrir el inesperado elemento. Después de una hora de intenso rasqueteo observó con asombro una vieja puerta, color blanco y bastante deteriorada, como si acaso hubiese estado ahí desde miles de años atrás.
, pensó. Nunca había visto esa puerta. Y eso que ya hacía once años que estaba en esa esquina. Tal vez sería un antiguo baño. Sólo encontró oscuridad al abrirla. Un largo pasillo sin otra cosa que una carencia total de luminosidad.
Se dispuso a entrar para investigar hacia dónde llevaba el misterioso corredor. Al alejarse de la cocina se percató de que necesitaría una linterna para poder ver algo. No tenía en ese momento. Ya era tarde y seguro la mujer le haría los reproches de siempre. Mejor no pelearse. Mañana tendría suficiente tiempo para ver que había detrás de la novedosa e inesperada puerta.
La cena mantuvo la tónica habitual: una pareja que perdió el amor desde hace tiempo y cuya comunicación se limitaba a un intercambio de belicosas palabras referidas a los defectos de cada uno. Las discusiones lo agotaban. Se fue a acostar temprano.
Despertó a eso de las seis, Se bañó como todas las mañanas, tomó unos mates con tortas fritas mientras leía el diario. Le gustaba estar informado de todo lo que pasaba en el país. Su sección favorita era la deportiva, sobre todo la parte del turf. Era un loco de las carreras.
A eso de las ocho salió despacito para el almacén, caminando y silbando por lo bajo. Ya media hora después estaba en el negocio. Prendió las luces, abrió las persianas y acto seguido sintonizó la FM Tango. Gardel, el Polaco y la inconfundible voz de Julio Sosa plasmaban en la atmósfera un sentimiento de pena y nostalgia.
Como a las diez comenzaron a caer los clientes de siempre, personajes que eran vitalicios en la historia del mercadito del barrio de Balvanera. Doña Rosa, que hablaba hasta por los codos y que todos los días compraba el vino de mesa. El viejo Roverano aparecía generalmente antes del mediodía, más que nada para contar historias que no se las creía nadie, y de paso pedía algo fiado ya que nunca tenía un centavo.
El amable y cálido Omar atendía a todos con gusto y entusiasmo. Era como si cada cliente fuera un hijo suyo. Estoy seguro que volvíamos por esa razón en vez de ir al super de la otra esquina, que vendía las cosas más baratas pero era atendido por regimientos de uniformados que no miraban a los ojos ni sonreían. Además, el buen Omar tenía frecuentemente atenciones con la gente. Y era tan simpático....
Después del almuerzo Omar cerraba un par de horitas para la siesta. , se dijo hacia adentro, pensando en que hoy debía terminar con la pintura.
Ese día pintó poco pues la curiosidad le ganaba. Se volcó entonces hacia la idea de indagar el por qué de la puerta que había descubierto. Se había acordado esta vez de traer una linterna.
Comenzó a internarse de a poco en el corredor que llevaba a algún lugar. Estaba frío. Encendió la linterna para ver donde apoyaba sus pies. Pensó que debía ser una construcción vieja. Las construcciones antiguas casi siempre tienen pasillos largos.
Caminaba y caminaba. Lo único que veía era el haz de luz que parecía ser devorado por las fauces de una penumbra inagotable. Siguió andando por el largo pasillo. Escuchaba lejanamente una suerte de susurro. Voces que no entendía por ser tan suaves. Estaba seguro de que eran varias personas que conversaban de algo inentendible. Ahora comprendía, el corredor era una comunicación con otra casa.
Prosiguió su camino a través de un incierto rumbo con un poco de intriga y desconfianza. De pronto se vio cegado por un resplandor que tiñó el angosto recinto de un color indescriptiblemente rojo intenso. Incapaz de abrir sus ojos e inmerso en un miedo que lo paralizaba, se abocó a escuchar las voces. Voces que se confundían cada vez más con gritos y alaridos de miles de personas que parecían implorar piedad.
Abrió con dificultad sus ojos y quedó inmóvil y aterrado ente el panorama que tenía en frente; montones de personas sometidas a un tormento eterno e irremplazable, rodeados de un mundo de hogueras y lava. Sintió su cuerpo vibrar cuando un potente rayo de fuego fue a dar directamente en el centro de sus ojos.
Omar se armó de valor y emprendió sin mirar atrás su rauda huida. Ni bien llegó a la cocina cerró la puerta fuertemente. Estaba agitado y tenía como un espasmo que nunca había padecido. Tapió, masilló la puerta y luego pintó toda la pared. No quería verla nunca jamás. Cerró el negocio temprano y se fue para la casa.
Casi ni podía respirar y sus manos todavía le temblaban. Cortó camino por el pasaje Barolo como hizo toda su vida. Ya en la Avenida de Mayo miró sin quererlo hacia un negocio a su izquierda, que llamó su atención sobremanera. El cartel decía: “Tito Scuticcio iluminación y sonido”. Observó atónito y casi pegado a la vidriera cómo realizaban unas pruebas de luces de todos los colores. Desde un amarillo chillón hasta un rojo intenso. Entonces fue cuando reaccionó estallando en risas y carcajadas. Era fácil entender ahora; seguramente ese local estaba comunicado con su despensa en la otra esquina, por razones que sólo sabrían los viejos arquitectos que ya estarían muertos desde hace unos cuantos años atrás. Se burlaba de sí mismo, de su inútil miedo frente a algo tan racional como una luz para fiestas, de lo inconcebible de la pesadilla que había creado su rebelde inconsciente, tal vez inspirado en la obra maestra de Dante Allighieri, que hasta hace poco había estado leyendo.
Volvió a su casa feliz y aliviado. En la cena conversó animadamente con su señora sobre los años que estuvieron de novios durante la secundaria. Se acostó felicitándose por un arduo día de trabajo, alegre y pensando en el día de mañana.
Ya hace rato que no lo veo al cálido Omar. Desde que me mudé a Palermo que no paso por el mercadito. El otro día me lo crucé al viejo Roverano en el cafetín “Los Amigos”. No sé si creerle, pero me contó que Omar enloqueció y dejó de ser amable y respetuoso. Que sus históricos clientes no aparecen más por la esquina de Yrigoyen y Santiago del Estero, y van entonces a la otra, a la del super. Los precios son más baratos y además Omar últimamente te clava una mirada fija y perversa, como si se tratase del mismísimo demonio.

12/08/04

Texto agregado el 19-10-2004, y leído por 237 visitantes. (0 votos)


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