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La fuga


William Blake era un inglés de cuarenta años de edad, quien en 1919 huyó de su país y del bélico veneno que se aspiraba en esos años en la vieja Europa, a fin de buscar un mejor porvenir en la Argentina, en la ciudad de Buenos Aires. De profesión maquinista, no le fue difícil conseguir un puesto en el Ferrocarril Sud, menos aún perteneciendo esta empresa a capitales ingleses.
Adepto a la bebida, William gustaba de las noches en la ciudad junto al Río de la Plata. Era un adicto a esa realidad porteñamente oscura de burdeles y milongas, donde asistía en soledad para encontrarse con damas deseosas de amor como él.
La obligación de Blake era cubrir los servicios de la mañana hasta el mediodía. Posterior a una de esas interminables veladas llenas de gin, ron y caña Legui, se dirigió tambaleante a la estación cabecera, Plaza Constitución. Eran las siete y media cuando apareció el siempre rígido e inesperado inspector general Charles Mc Arthur, quien percibió al pasar junto a Blake ese olor tan desagradablemente acentuado para aquellos que nada beben. Lo miró fijamente con furia y desaprobación a la vez. Le gritó en feroces alaridos que esas no eran condiciones para conducir una locomotora a vapor, que estaba despedido. Lleno de ira y totalmente desinhibido por la generosa dosis de alcohol de anoche, William estalló de rabia y le contestó con un poderoso “you bloody idiot!”, a la vez que lo empujaba con bronca y con fuerza del andén hacia las vías. La muerte fue inmediata. Mac Arthur cayó de espaldas golpeándose la nuca con el duro riel.
A los pocos meses la justicia Argentina dictaminó homicidio culposo y sentenció a William Blake a cadena perpetua, pena que sería cumplida en los fríos parajes de Ushuaia, pequeño poblado en el entonces Territorio Nacional de Tierra del Fuego.
Fue trasladado en un barco infestado de reos como él, desde estafadores hasta los más crueles y lunáticos homicidas. Y por supuesto él, tan solo y desamparado, sin nadie, sin burdeles ni mujeres, sin teatros ni paseos a la orilla del río; a la espera de un destino oscuro y triste. Todos ellos hacia el mismo lugar, el temible presidio de Ushuaia.
Durante el largo trayecto debió soportar el acoso y tormento de los guardas, quienes lo hicieron sentir como una basura, como la peor escoria de la humanidad, vaticinándole un futuro negro y doloroso.
Una vez arribado a la mítica Ushuaia, se vio rodeado de un panorama menos alentador que el de su viaje. Un aislado punto en el vasto territorio argentino, olvidado por años y que recién hace poco el gobierno había decidido ejercer soberanía sobre él. Era tan desolado y callado, tan fantasmal...
Las peores sensaciones las tuvo cuando fue trasladado a la cárcel. Sintió escalofríos al recorrer el pabellón en el cual se ubicaba su celda. Gruesos y fríos muros contenían un centenar de malhechores que miraban con desprecio al nuevo huésped. Su celda, un cuadrado de tres por tres, en donde sólo cabía una cama. Una miserable ventana cubierta por fuertes rejas era lo único que rompía esa monotonía tan horripilantemente desmoralizadora. En la puerta había un pequeño cuadrado, que servía a los guardas para acechar a los criminales en todo momento.
Desde el momento que traspasó los portones que acabarían con su libertad, ya no era más William Blake, sino el penado número trescientos quince. Era uno más de los tantos que vestían ese común atuendo a rayas amarillas y azul petróleo, colores allí que parecían identificarse con los males de la sociedad.
Incapaces de pronunciar nombres en inglés, los brutos convictos bautizaron al pobre William con el sobrenombre de Pipo. El único que lo llamaba por su verdadero nombre era un ruso que casi ni hablaba el castellano. De todas maneras, a él no le importaba. Lucía un rostro inexpresivo, una mirada de ojos azules y vacíos, y una leve sonrisa que se distinguía por su diente de oro que asomaba tímidamente por debajo de sus labios.
En el presidio todos los penados tenían la obligación de trabajar. Y quien se negaba debía someterse a los macabros designios de los guardia cárceles, alimentados por sus perversas mentes que cavilaban sobre tormentos de una indescriptible crueldad.
En esos años partía desde la cárcel un tren, destinado a llevar a los presos a cortar leña del bosque, aliada fundamental para combatir las heladas noches en ese lúgubre lugar. Unos cuantos vagones playos encabezados por una locomotora a vapor, fuerza de arrastre de todo el convoy. Por suerte pudo tomar ventaja de su antigua profesión, razón por la cual lo designaron maquinista oficial del “Tren de los Presos”, como se lo llamaba en la voz popular.
William supo ganarse la confianza de los guardas más parcos pues su comportamiento era ejemplar. Jamás peleaba con nadie sumado al hecho de que realizaba su labor excelentemente.
Nadie se imaginaba entonces las intenciones del callado Pipo. Sí, lo había estado planeando casi desde un principio, desde ese primer contacto con una realidad tan inagotablemente cruda. No iba a soportarlo... El merecía algo mejor. Se prometió a sí mismo fugarse o perecer en el intento. Pero de ninguna manera pudrirse en ese infierno de rejas y gélidas mañanas.
No se le había escapado nada. Ni el más mínimo detalle. Todo estaba donde debía estar. Había arreglado todo de manera de no dejar ningún cabo suelto. Le parecía increíble que un par de guardas se dejasen sobornar por tan poco, algunos atados de cigarrillos que había conseguido a cambio de otros favores.
Ese seis de julio de 1935, William estaba decidido a poner en práctica todo lo estudiado. Estaba con sus sentidos agudizados por el nerviosismo que le generaba su futuro acto. Trató de serenarse. No vaya a ser que el resto sospechase algo de su plan.
La labor de los presos, la severidad de los guardas, las bromas y los cantos de los reos, aparecían como indicios de una normalidad totalmente cotidiana. Blake, al mando de la máquina como siempre. Sentía miedo, pero a la vez estaba seguro de si mismo. Casi podía tocar la anhelada libertad.
Después de una hora de viaje, el tren se detuvo a merced de los guardas en el sector del viejo aserradero Lombardich. Todavía había muchos troncos que cargar en esa zona. Disimuladamente quitó William el enganche de la locomotora. Aprovechó un momento de distracción de los guardas para arrancar la máquina a toda velocidad, que no era mucha. Se dio la señal de alarma y comenzaron los disparos, que zumbaban sobre las orejas del asustado William. Frenéticamente corrieron los guardas detrás de la locomotora. Blake sacó ventaja de la curva y el pequeño monte que tapaba la visión de los guardas. Saltó hacia el río que corría junto al terraplen dejando el regulador abierto para que la máquina siguiera andando. Incapaces de ver la escena, siguieron persiguiendo los guardas a la locomotora, a la vez que Blake se internaba en el bosque.
Nunca nadie supo algo de William Blake o Pipo. De todas las fugas del penal de Ushuaia, esta fue la que más llamó mi atención, por el hecho de ser la única inconclusa, dueña de un desenlace incierto. De las demás se sabía que había pasado; si el fugado había muerto, si había tenido éxito o si había sido atrapado en su intento de abrazar la libertad.
Por esos años yo era la mano derecha del director del Servicio Penitenciario de la Nación. Se me había encomendado la misión de relevar los aspectos más significativos del Presidio de Ushuaia: seguridad, organización, trabajo, conducta de los penados, entre otras cosas que no vienen al caso.
Casi todas las fugas habían fracasado. El clima era duro y el aislamiento favorecía a generar en los convictos un miedo importante frente a la idea de escaparse del presidio. ¿Además, dónde iban a ir? Sin comida. Sin abrigo... Era una locura pensar en eso.
Me asesoré con todos los guardas y con varios de los penados sobre la fuga de Pipo. Sólo me brindaron información que yo ya sabía, en distintas versiones y palabras, que variaban minúsculamente. Indagué en los diversos testimonios de algunos pobladores de la pequeña ciudad, pero ningún dato me aportaron sobre el paradero de William Blake. Nadie había oído hablar de él. Ni la antigua y tradicional familia Robersich, ni el viejo y cálido reverendo Morgan, quien me miraba con su rostro inexpresivo y sonreía levemente, mostrando apenas su diente de oro.

05/08/04

Texto agregado el 19-10-2004, y leído por 166 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
29-10-2004 Bruza me paerce que la idea es muy buena, pero que á este cuento se lo puede pulir más,veo algunas redundancias y pequnios errores que si leer y relees los vas a omitir dale...sigue. rropesky
 
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