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La Revolución Epistolar


Todo empezó como un juego. Como una ilusión de un romántico que vivía la vida de una forma diferente de la de los demás.
Maximiliano siempre estuvo en contra de los avances tecnológicos. Añoraba constantemente, a pesar de las reiterativas burlas de sus amigos, los tiempos en los que las mujeres cocinaban, los carruajes se paseaban por la Plaza de la Victoria, y el lechero canturreaba animosamente a medida que recorría los cien barrios porteños.
Pero el nacimiento de Maxi se ubicaba en una época que no correspondía en lo absoluto con su personalidad. Era de la generación del ochenta, la del ocaso del siglo veinte, en fin, la del microondas, el delivery y las cosas “light” y sin grandes sacrificios.
Ni hablar de los correos electrónicos. Los aborrecía. Eventualmente los usaba, pero más que nada en casos de emergencia. Es por eso que Maxi comenzó a utilizar un medio de comunicación del tiempo del abuelo, al cual encontraba más pintoresco y simbólico que todos los demás: el epistolar.
No todos sus destinatarios se alegraban a través de sus epístolas. Muchos las recibían pero se negaban o no tenían iniciativa alguna para contestarlas. También estaban aquellos que las respondían haciendo uso de las infalibles pero frías computadoras. Esto último enojaba a Maximiliano en grado sumo. Él, que tanto empeño y pasión derramaba en sus cartas...
Pasó un tiempo no tan escaso para que las cartas de Maximiliano obtuviesen la aceptación y hasta el apoyo de sus compañeros y amigos. Tímidamente comenzaron miles de vocablos y letras a deslizarse debajo de la puerta del noble Maximiliano, quien las recogía con orgullo y excitación.
Recibir una carta era para Maxi toda una ceremonia. Primero la palpaba, miraba atento el remitente, la abría con un abrecartas que había heredado del abuelo, y por último la leía. Para efectuar este último paso, se dirigía al jardín de su casa, debajo del sauce, al costado de la fuente. Allí obtenía un grado de concentración asombroso.
Paulatinamente fue ganando más y más vínculos epistolares, que se estrecharon cual gruesas cadenas prácticamente irrompibles. Debió gastar la mitad de su sueldo en construir un buzón de dimensiones inconmensurables, ya que la cantidad de cartas recibidas por día superaba ampliamente el espacio del cual disponía.
Con el transcurrir de los años los correos recobraron su prestigio de antaño. Desecharon los vehículos que poseían y adquirieron viejos camiones restaurados y decorados con fileteados de artistas de la Boca y San Telmo.
La mayoría de las compañías se vieron forzadas a agrandar su infraestructura y a incrementar su personal. No todo fue color de rosas en este período de revolución; los carteros organizaron enérgicas huelgas reclamando bolsos más livianos y jornadas laborales de ocho horas como máximo.
De más está decir que el noventa por ciento de las estas empresas amasaron inimaginables fortunas. Todo este incremento epistolar generó el crecimiento de otros sectores. Se reactivaron las fábricas de buzones y las librerías aumentaron un quinientos por ciento en materia de venta de sobres y papel de carta.
Las grandes multinacionales dedicadas a los correos electrónicos perdieron casi toda su popularidad. Así es que muchas de ellas declararon la quiebra y establecieron nuevas compañías de correo convencional.
Los directivos de las colosales firmas comprometidas con la informática se agarraron sus cabezas al encontrarse con balances negativos. Los más flexibles aceptaron que el mundo planteaba un cambio al cual debían adaptarse para no quedar afuera del sistema. Otros, más caprichosos y perseverantes, cuales comandantes de navíos, aguantaron hasta que su barco se hundiera por completo, dejando a centenares de familias en la calle.
Las universidades tecnológicas perdieron miles de inscriptos, que se cambiaron a otras carreras que fueron adquiriendo más prestigio y renombre; letras, historia, epistemología, filosofía, sociología, entre otras.
Primero fueron los talleres literarios barriales, pero un poco más adelante se fundaron inmensos recintos destinados a la discusión pública y a comentar los grandes clásicos de la literatura mundial. Cualquiera podía acceder a los mismos, siempre y cuando se sacase un turno con anticipación de un año.
Las bibliotecas volvieron a relucir como en los años dorados. El gobierno llamó a licitación a varias constructoras para diseñar y edificar nuevas estructuras acordes con las necesidades físicas del momento.
Los bibliotecarios surgieron como una clase de elite, a la que sólo podían acceder aquellos que estudiaban con ese fin seis años en la Universidad.
Algunos incrédulos progresistas proclamaron a esta Revolución como retrógrada y antinatural. Los periodistas la llamaron graciosamente “la Revolución Epistolar”.
Maximiliano se incorporó cuando la profesora de Matemáticas lo levantó en peso por no prestar atención a la clase y divagar taciturnamente como todos los santos días.

30/07/04

Texto agregado el 19-10-2004, y leído por 303 visitantes. (1 voto)


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