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El archivero


Daniel siempre fue una persona un poco extraña. Desde niño sus compañeros de escuela lo consideraron lo que se dice “un bicho raro”. En los recreos jugaban todos los pequeños a la pelota en el patio trasero del colegio, mientras que Daniel permanecía en el aula, ordenando los apuntes de matemáticas, de lengua y biología, para luego en su casa darles una clasificación adecuada en relación a su incipiente pero nutrido “Archivo General” (así lo denominó él).
Frecuentemente sus pares se burlaban duramente de él, diciéndole cosas como anormal o retrasado. Otras veces era víctima de reiteradas golpizas organizadas por los alumnos más controversiales de la escuela, obstinados siempre en conseguir un entretenimiento barato a costa de los mas débiles e indefensos.
No sólo obtenía burlas, reproches y castigos de manos de sus colegas, sino también de su familia, sobre todo de su padre. Médico de profesión, su padre ordenaba a Daniel que haga cosas serias, que renunciara a la estupidez de guardar todo papel o documento que encontrase, por lo irrelevante de esa tarea.
Pero lo peor era recibir su castigo; decenas de cinturonazos en distintas partes del cuerpo, más que nada cuando estaba borracho, que era casi siempre. Daniel escapaba, llorando y dolorido, a refugiarse a su cuarto. A la tranquilidad transmitida por miles y miles de papeles organizados categóricamente, cada uno en su lugar. Contemplaba con satisfacción esa obra maestra que era su Archivo, ese despliegue de astucia y de orden, de folios y carpetas, de cajones y biblioratos dispuestos inteligentemente.
Ni siquiera su madre lo entendía. Estallaba en gritos y poderosas protestas cuando entraba a la pieza de Daniel para acomodarla. Hubiera deseado tener mas suerte, tal vez una nena o por lo menos un hijo normal, que llegue embarrado a casa, que juegue a la escondida, pero no que disfrute de convivir con inútiles papeles y cartones.
Como soldado que sigue adelante a pesar de estar herido, Daniel continuaba con sus ambiciosos y enigmáticos planes. Nada lo detenía. A los catorce pudo comprar con la acumulación de diez mensualidades su primer archivero. Todo de hierro, pintado en color marfil. ¡Que lindo era! ¡Que orgulloso estaba! Lo mantenía tan limpio que hasta se podía comer sobre él. Ahorro dos mensualidades más para comprar una cera especial, importada de Francia, que le daba un brillo enceguecedor.
Guardaba celosamente los boletines escolares de toda su vida,
informes meteorológicos de los últimos diez años, planillas que detallaban horarios de entrada y salida al colegio, calendarios de Molina Campos, los Billiken y los Anteojito que había podido conseguir a lo largo de su existencia, entre miles de cosas más.
Había comprado este archivero en una casa de antigüedades de San Telmo. , le había dicho el vendedor al enseñárselo, que mostraba cara de mentiroso y aprovechador, con ese largo bigote y esos rulos negros y sucios. Y agregó que había sido traído desde Turquía, más de doscientos años atrás. Daniel comprobó la veracidad de lo que el vendedor le dijo; en el extremo inferior del archivero se leía claramente la palabra “Estambul”.
Al mediodía de un día domingo, el asado estaba listo y Daniel debía bajar a comer. Dejó su archivero abierto pues le faltaba guardar los resultados del último Censo Nacional.
Cuando llegó a la planta baja encontró a su madre, inmóvil, apoyando un vaso sobre la mesa. Observó que ella estaba quieta, en la misma posición que hace un minuto. Pensó que se trataba de una broma y la sujetó de los brazos para ver su reacción. Seguía fija, sin moverse, con su mirada en dirección a la mesa. Preocupado al darse cuenta que no era chiste, corrió a buscar a su padre, quien estaba en la parrilla, en el parque. Que sorpresa se llevó Daniel cuando se topó con él, en una posición análoga a la de su madre. Probó de llamarlo primero con una voz suave y ya después con desesperados gritos. Lo sacudió fuertemente pero permanecía muerto como una estatua, con el atizador sobre los brazos.
No se le ocurrió otra idea que la de llamar a una ambulancia. Nadie contestó. Ni en el hospital, ni en la clínica. Tampoco sus amigos, ni los de la familia, ningún conocido. Nadie. Sin querer miró el reloj de madera sobre el sillón en el living y entonces quedó estupefacto al darse cuenta de que las manecillas estaban ancladas en las doce y media. Raudamente verificó con el de la cocina. Lamentablemente también sufría la misma anormalidad.
Anhelaba que toda esa sucesión de hechos inexplicables y sin sentido fueran parte de un mal sueño, producto de un inconsciente surrealista e irrevelado. Cerro los ojos con fuerza deseando que todo volviese a la normalidad cuando los abriese. Se sintió más desesperado que nunca al contemplar las estatuas de sus padres y los malditos relojes que se revelaban y no querían avanzar.
Subió a su alcoba, a llorar al abrigo de su Archivo. Ni su nuevo archivero le servía ahora de consuelo. ¿Qué iba a hacer ahora? Cerro el cajón abierto de una violenta patada y bajo nuevamente. Desde los últimos peldaños de la escalera escuchó los enérgicos gritos de su madre que exigían a Daniel que se apure, que la comida estaba lista. Se secó las lágrimas con las mangas del pullover y corrió a sentarse a la mesa. Se percató con alegría de la hora verdadera: doce y treinta y cinco.
Durante el almuerzo Daniel optó por no contar nada acerca de los sucesos ocurridos. No quería que lo tomasen por loco. Suficiente con tener una afición hacia la organización y clasificación de toda clase de documentos. Además, quizá la mente le había jugado una mala pasada. Tal vez imaginó todo en vigilia, o despertó a las doce y treinta y cinco y todo fue un sueño. Sí, mejor no decir nada, ya pasó.
Esa noche Daniel se durmió tarde, ya que estaba entusiasmado clasificando estadísticas de los equipos de fútbol de la Liga Argentina. Nunca antes sintió tanta felicidad al oír los amargos alaridos de su madre, obligándolo a irse a dormir, que mañana hay que levantarse temprano para ir al colegio.
Al otro día, en la escuela, Daniel se avocó en los recreos a recavar información sobre las etapas de la construcción del edificio; fechas, modificaciones y planos de planta en lo posible. Se sintió afortunado al no caer en las fauces de los más rebeldes y aprovechadores.
Volvió a su casa contento, con mucha información que archivar. Después de las empanadas del mediodía, Daniel se sumergió en su mundo de letras, de sistemas, de fichas y de olor a añejo. Minuciosamente revisó sus nuevos datos ricos en fechas y cálculos matemáticos. Al cabo de dos horas sintió que se debía un merecido descanso. Ya tendría tiempo para terminar con lo empezado.
Se fue a dar una vuelta a la plaza. A sentir la tibia brisa de la primavera que anunciaba el pronto arribo del verano. Se sintió un poco extrañado al percibir en el ambiente un silencio inusual. No escuchaba el andar de los automóviles, ni el habitual bullicio de la calle Rivadavia, ni el ladrido de los perros. Y al llegar a la plaza, los niños inmóviles en un carrusel más inmóvil aún, un perro y su dueño desconocedores de la definición de dinamismo.
Su corazón comenzó a latir con intensidad, su piel se erizó y sintió un frío escalofrío correr por su cuerpo. Apuró el paso hacia su casa. ¡Otra vez ese sueño maldito!, pensó. .
Abrió la puerta de entrada de su casa y sus ojos buscaron rápidamente el reloj sobre el sillón en el living. Marcaba las seis y veinticinco. Espero impaciente cinco minutos, expectante de un cambio en el horario. Nada, ni un minuto avanzó la manecilla. Revisó el de la cocina sólo para darse cuenta de que mostraba el mismo panorama que el anterior.
Se sentía mal, mareado en un mundo para el incoherente e inconcebible. Ya ni siquiera Felix maullaba ni movía su cola. Un todo ilógicamente detenido en tiempo y espacio, bajo un silencio insoportablemente silencioso, que lo preocupaba y lo ponía aún más nervioso.
Recorrió sin esperanzas toda la residencia, en busca de algo con espontaneidad y movimiento. Nada halló. Tan sólo una casa llena de cosas y seres, sumidos en el más hondo reposo.
Sin ánimos para nada se retiró a su cuarto, a la soledad de su Archivo. Acomodó triste y desganado los números preliminares de las últimas elecciones en Bagdad y cerró el archivero con furia y cólera. Lloró un rato largo, hasta que se le acabaron las lágrimas. Bajó a la cocina a tomarse un vaso de su bebida favorita: Terma Serrano, como si eso fuese a solucionar sus problemas. Descuidadamente fijó su mirada en el reloj. Inesperadamente vio al verde pajarillo del cucú irrumpir ruidosamente en la tranquilidad de la atmósfera, para dar aviso de que eran las seis y media.
A la media hora abrió con dificultad su padre la puerta principal. Daniel adivinaba su ebriedad en sus torpes movimientos y su desordenado paso. Confirmó su sospecha cuando se acercó hacia él y olfateó un olor ácido en su cuerpo, un aroma de mezcla de bebidas y de tabernas de mala muerte después del trabajo.
Violentamente comenzó a insultar a su hijo y a perseguirlo para castigarlo por las inexplicables razones de siempre. Lo corrió alrededor de la mesa sin poder alcanzarlo. El ruido producido por los latigazos de su cinturón se escuchaba sordo y aterrador. Daniel se precipitó hacia la escalera, buscando como último refugio su preciado Archivo. El padre, a pesar de estar fuertemente alcoholizado, mostraba una destreza incomprensible para alguien en ese estado.
Daniel llegó tan solo unos segundos antes que su verdugo, justo para abrir el cajón inferior de su archivero a fin de hacerlo tropezar. Cerró los ojos y se tiró al suelo cubriéndose la cara en posición fetal, preparado para los aguijonazos de escorpión, que le dejaban la piel colorada y dolorida por varios días. Silencio. Pasó un segundo, dos, tres. Nada, ni un golpe, ni un insulto. Abrió cautelosamente sus ojos, y de a poco se fue descubriendo la cara. Contemplo a su padre, como una pintura o una fotografía detenida en un instante, con el cinturón en la mano y una postura amenazadora. Lo tocó y en vano intento moverlo. Permaneció en la misma posición, justo antes de tropezar con el cajón del archivero abierto.
Entonces comprendió. ¿Pero como entender algo tan increíblemente irracional? Un archivero turco.... Un cajón... El tiempo... No. No puede ser. Otra vez estaba soñando. Para cerciorarse cerro el cajón y los latigazos de su castigador en su muslo confirmaron la hipótesis. Abrió como pudo nuevamente el cajón, esquivando los golpes y las patadas que eran despedidas como balas de una metralleta.
Otra vez contempló absorto la nula motricidad de su atacante. Examinó luego la casa y se vio rodeado de relojes sufriendo una parálisis incurable, y a su madre en cuclillas en el jardín, firme, como esperando la orden de un general para seguir cortando la yerba mala.
Torbellinos de ideas y reflexiones invadieron la mente del inocente Daniel. No podía descifrar ese enigma indevelable. El cajón, el movimiento... El tiempo. El archivero.... Y no estaba soñando. Era totalmente consciente de lo que pasaba. Y las piernas le dolían y estaban rojas. Le costaba aceptar una realidad basada en un supuesto tan locamente inconcebible como el de detener el tiempo con el acto de abrir el cajón de un archivero proveniente de Turquía. Pero todos los indicios conducían a la mente de Daniel a pensar en la verdad de su suposición.
Se preguntó como obraría de ahora en adelante sabiendo que tenía en sus manos la posibilidad de paralizar eternamente a su entorno circundante.
Comenzó a cavilar pícaramente sobre fines perversos, venganzas, bromas y chascarrillos, pero la idea que más le atrajo fue la de extender un día a ventisiete horas por ejemplo. En esas tres horas extra él podría recopilar datos para engordar su Archivo.
Se deslizó fugazmente en su cabeza la voluntad de compartir con alguien su secreto. Recapacitó y se dio cuenta que lo mejor y lo más seguro era llevarse el misterio a su tumba.
El primer día de uso consciente de las propiedades de su archivero lo dedicó a fines meramente vengativos y punitivos. En el recreo se escapó de escuela saltando por la medianera del patio trasero. Corrió las seis cuadras que separaban el edificio de su casa. Subió apresuradamente a su alcoba para abrir el archivero. Buscó en la cocina varios kilos de harina, salsa de tomate y dos docenas de huevos. Se dirigió nuevamente al colegio, tomándose todo el tiempo del mundo ya que nadie lo apuraba. Buscó a sus enemigos más asiduos, quienes siempre fueron gregarios. Los encontró en el sector de la cancha de fútbol, débiles y vulnerables cual estatuas de plazas públicas. Derramó metódicamente sobre ellos la salsa de tomate, luego la harina y como broche de oro los huevos. Se aseguró de no dejarles ninguna parte del cuerpo seca y limpia. Ahora que podía, se las cobraría todas.
Volvió a su casa, cerró el cajón y emprendió la carrera más rápida de su historia hacia el colegio. No podía perderse ni un minuto de la vergüenza de los damnificados. Cuando llegó admiró orgulloso y satisfecho como muchísimos alumnos rodeaban al grupete de los aprovechadores, tratándolos como niños tontos. Hacía bastante que Daniel no se sentía tan contento.
Fue una de las pocas veces que Daniel utilizó los increíbles poderes del archivero con esos fines. Los usó infinidad de veces para defender a los indefensos y ayudar a los pobres. Tal es así que una vuelta paralizó el tiempo por dos semanas para que un vagabundo dejase de sufrir hambre y frío.
Daniel creció y terminó la secundaria. Estudió cinco años de abogacía para darle el gusto a su padre. La carrera se le hizo corta y fácil: tiempo para estudiar era lo que le sobraba. Sus compañeros y amigos no comprendían como Daniel podía obtener tan buenas notas estudiando tan poco. Y encima trabajaba....
Había conseguido un puesto como ayudante en el Archivo General de la Nación. Disfrutaba perdiéndose en laberintos de cajas y baúles polvorientos, ordenando los faraónicos ficheros que parecían infinitos, y recolectando información de interés para su Archivo personal.
En su cuarto se había visto obligado a quitar el televisor y el placard. Lo único que había dejado era su cama. El resto de la pieza gozaba de una superpoblación de papeles, documentos y actas.
Nunca ejerció la profesión de abogado. Además, Daniel no era un hombre de ley. Su vida era el Archivo y nada más que eso. Había veces en las cuales el cajón de su archivero permanecía abierto una semana seguida para aprovechar el tiempo al máximo.
Un día sin previo aviso Daniel cayó gravemente enfermo. Sus padres debieron internarlo en la clínica 25 de mayo un 30 de abril de 1975. Daniel había adquirido un tono de piel opalino, su pelo había enblanquecido y sus manos se notaban significativamente arrugadas. Sólo podía salir de la cama para ir al baño. Eso sí, utilizando las muletas pues sus piernas estaban sumamente débiles.
Las enfermeras debían limpiar ya a lo último sus inmundicias pues ya no estaba en condiciones de moverse del catre. Estaba pálido y flaco, y casi ni hablaba.
Pobre Daniel, murió el 15 de mayo de ese mismo año, a los 35 años de edad. Los doctores diagnosticaron muerte natural.
28/07/04

Texto agregado el 19-10-2004, y leído por 227 visitantes. (0 votos)


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