Serían más de las nueve la de mañana. Fernando comprendió que tenía el privilegio de un día más, para recibir el calor inigualable del sol, para sentir las caricias del viento. Con fuerza y algo de sacrificio logró sentarse en su cama. Se miró las manos agrietadas y con más sacrificio que antes, comenzó a vestirse.
Estaba enojado y sentía rabia cuando miraba aquella foto abrazado a su inolvidable Lidia, en esos tiempos de amor joven, en la tierra donde ella había quedado y habían vivido juntos hasta su triste desaparición.
Quería disfrutar ese día como si fuera el último.
Salió a caminar a la plaza; veía a los niños jugando y su mente se transformaba en una imagen en blanco y negro donde estaban él y todos sus amigos, también jugando. Por un segundo se sintió entrado en años y siguió caminando, hasta que un intenso aroma a carne asada le apretó el alma con fuerzas. Pero continuó con el paseo. Se negaba a pensar en todo aquello que tuviera que ver con su juventud, sus cosas, su tierra.
Se encontró con una familia que tal vez estaría compartiendo de un amistoso mate. ¿Qué hacían allí? No sabía. Tal vez estaban por el mismo motivo que él. O vaya uno a saber...
Se sentía un poco aturdido, cansado. Ya estaba anocheciendo y esperaba con ansias el momento de llegar a su casa y dormir.
Con la misma torpeza y debilidad que los años le habían dado, volvió a sentarse en la cama. Miró de reojo la fotografía de su esposa, apagó la luz y se acostó.
Se durmió pensando en que algún día volvería. O tal vez, no. Su cuerpo ya no pertenecía a su tierra natal pero su vida entera, sí.
A lo mejor alguien a lo lejos se acordaría de él, si es que todavía estaban allí. Ese día, Fernando había cumplido setenta y cinco años.