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Mi amigo François


Apenas recuerdo el momento en que nos conocimos. Sólo sé que
nos hicimos amigos en nuestro trabajo, y luego decidimos compartir los gastos de un petit hotel. Alquilar algo en París en ese entonces resultaba costoso.
Confieso que nunca encontré a una persona tan responsable como François. Desde su hora de ingreso hasta el egreso, trabajaba con ahínco y a conciencia. Sólo hacía una pequeñísima pausa para comer algún que otro emparedado de atún. Miraba con malos ojos a los que hacíamos bromas a nuestros compañeros y veíamos nuestra labor como algo divertido.
François había cursado sus estudios primarios y secundarios en una pequeña escuelita rural en el sur de Francia. La disciplina impartida por los maestros allí era estricta y quienes no cumplían con sus obligaciones eran castigados severamente. En ese lugar fue en donde François forjó un carácter y una conducta intachables.
Que feliz era yo en ese entonces. Cada tarde después de cada jornada laboral, nos juntábamos con varios amigos a pintar algunas telas en un barrio al norte de la ciudad junto al Sena, el Montmartre. Al caer los últimos rayos del sol nos dirigíamos a una cantina, cuyo nombre no recuerdo, a beber alguna copa de vino y hablar de arte y cultura contemporánea.
Por su parte, François gustaba de permanecer en casa leyendo obras clásicas y tocando su preciada arpa. Jamás se acostaba después de la diez. De ninguna manera se arriesgaría a estar cansado al otro día. El deber para él era lo primero.
Casi ni salía, sólo cuando debía ir al mercado, aunque en los últimos tiempos que viví con él ya encomendaba esta tarea a una solícita ama de llaves, quien cumplía con los designios de François a cambio de una módica suma de dinero.
Pero sobre todas las cosas François amaba dormir. Dormir todo el día. Toda la noche. Lo máximo que pudiese. Puede parecerles increíble, pero lo he visto dormir un día y medio sin ningún tipo de interrupción.
Mientras tanto, los muchachos y yo deleitábamos nuestras hambrientas pupilas con las señoritas que bailaban sin pudor el Can Can en el Moulin Rouge.
François odiaba la vida nocturna. Intenté en varias ocasiones traerlo a nuestras noches de juerga pero fue en vano. Siempre estaba cansado y debía reposar.
El tímido François prácticamente no tenía amigos, sólo conocía a sus compañeros de trabajo. Relacionarse con los demás fue un problema constante en su vida.
Recuerdo esa noche en la que organicé una fiesta sorpresa en nuestra residencia con motivo de su cumpleaños. Eran tan solo las diez y media pero François echó a todos los invitados con iracundas voces, gritándoles que esas no eran horas para festejos. Que al otro día debía trabajar. Trabajar y trabajar.
El trabajo era quizá lo más importante en su vida. Amaba lo que hacía, pero según él, lo absorbía, dejándolo exhausto para cualquier tipo de actividad posterior al mismo.
Muchas veces traté de persuadirlo de venir conmigo al mercado de los domingos por la tarde, o simplemente a dar un paseo por la orilla del Sena. Nunca pude convencerlo. Sin embargo, siempre tuve aprecio por François y lo consideré un gran amigo.
Unos años después viajé a Alemania para conocer y empaparme de otros estilos pictóricos. Residí en un pequeño poblado de la Selva Negra por varios años.
Recién después de diez largos inviernos volví a mi Francia natal. Me reuní con amigos, visité la plaza donde di mi primer beso y di largos paseos por las intrincadas y pintorescas callejuelas de Paris, que llenaron mi alma de nostalgia.
No pude dejar de acordarme de mi viejo amigo François, pero me enteré por un ex colega que ya no vivía más allí. Se había mudado a una fortaleza medieval en el Valle del Loire. Sentí deseos de visitarlo y saber como estaba.
Pasó un mes y finalmente pude volver a encontrarme con mi antiguo compañero. No le faltaba lo que los hombres llaman riqueza. En poco tiempo había amasado una gran fortuna y entonces pudo retirarse a un castillo a orillas del río Loire, precioso e imponente, en el cual vivía sumido en la más profunda de las soledades.
Casi ni lo reconocí cuando se acercó para darme la bienvenida. Estaba mucho más gordo que antes, su pelo estaba totalmente blanco y su rostro arrugado como la corteza de un árbol. Sus ojos parecían más achinados, como si hubiesen sido aplastados por el cansancio.
Fui atendido por mi anfitrión espléndidamente. Me llevó a recorrer su magnífica fortaleza en detalle. Observé con gusto su sala de armas, donde concentraba infinidad de espadas y escudos grabados con leyendas antiquísimas. Su biblioteca era singularmente rica. Las amapolas y los tulipanes de sus sendos jardines hermoseaban los alrededores de una manera excepcional. Su alcoba personal, en la torre del castillo, era de dimensiones monstruosas. Pasaba la mayor parte de su tiempo allí.
Cuando no dormía, tocaba el arpa. Ni siquiera debía trasladarse a los salones para el almuerzo o la cena. Su séquito de sirvientes le alcanzaban a su recámara los manjares más exquisitos.
Estuve una semana alojado en su castillo. Rememoramos las épocas del petit hotel y nos divertimos contando anécdotas de nuestro trabajo de antaño.
Despedí con tristeza a François. Debía volver a la rutina de Paris. Al trabajo, a la cena de las ocho con mi esposa, a los domingos de mercado con mis hijos.
No puedo explicar la sensación de malestar que invadió mi alma esa fría mañana de diciembre, dos años después, cuando en el periódico encontré la siguiente noticia: “Excéntrico millonario fue encontrado muerto en su alcoba, en su fortaleza del Valle del Loire. Los forenses afirman que se quitó la vida con una daga, la cual clavó en su pecho. Yacía inmóvil en su cama, y junto a él había una obra de Marcel Proust “En busca del tiempo perdido”, abierta y salpicada con sangre”.

23/06/04

Texto agregado el 19-10-2004, y leído por 170 visitantes. (0 votos)


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