Ya no quedaban lectores. Todo el mundo era escritor y proliferó de una manera asombrosa una nueva ocupación: Escritor de finales.
Por falta de tiempo, de fe, o simplemente de interés por los demás, nadie leía.
Sólo se compraban y, por tanto, se publicaban obras con menos de diez palabras.
El espíritu de lo breve, pero intenso, se había convertido más que en una moda literaria, en una forma de vida.
El silencio, que siempre ha sido la máscara de los que prefieren parecer antipáticos a mediocres, reinaba a sus anchas. Las tertulias y reuniones se caracterizaban ahora por largas esperas de callada calma que se rompían de improviso con una gran frase y después, un clamor que podía ser de aprobación o desacuerdo; y vuelta al temible silencio.
Los libros, si se los podía llamar así, estaban vacíos en sus primeras 250 páginas, y en la última, antes del final decía, por ejemplo:
... y nunca más se arrepintió de haber soñado con Eva.
Una frase, diréis, pues no, como en todo, había escritores de finales buenos y malos.
Yo era malo; y de mí nunca se dijo que era genial por haber aumentado el número de páginas vacías de 250 a 500 para descolocar al lector aburguesado, o por publicar un superventas en el que sólo estuvieran impresas tres letras:
FIN |