En la oscura ciudad de Santiago, escondidos bajo las profundas sombras de una espectral casona colonial, dos nocturnos seres retozaban bajo la llovizna. Con el sutil toque del diablo, bailaban al son de las estrellas, dos espíritus en tinieblas, dos bocas malditas disfrutando del eterno placer. Sus ansias los carcomían, se tragaban sus entrañas, los exhortaban a finalizar su nocturna tarea prohibida.
Dicen que la oscuridad pertenece al Lucifer, pero esa noche, la oscuridad fue de los amantes. Otros opinan sobre el ardor del infierno, ,pero el ardor estaba en sus cuerpos, y el demonio en sus mismas almas. Su amor no era puro, no; estaba lleno de odios y rencores, de amores y deseos, de rechazos y reencuentros, de reproches y caricias, de salivas dulces y besos ácidos, entregando con sus alientos un encanto al viento, ese viento palpable, ese viento cálido que los cobijaba.
El cataclismo les sobrevenía, los eclipsaba, pero a ellos no les importaba, sólo querían amarse, lamerse y olvidarse, quizás reencontrarse, de nuevo en aquél caótico juego suicida e interminable, pero no en esta vida...
Entre lenguas y manos anhelantes, cada uno subió a su infierno, cada uno entre gemidos y lamentos, entre lágrimas y alegría, cada uno asumiéndo su vida... cada uno... falleciendo esa noche... |