Tus brazos abiertos y tu bello rostro implorante -cuanto recogimiento hay en mi corazón-, tus finas manos traspasadas por la insidia, tan nobles manos que alguna vez acariciaron el rostro de alguna meretriz, mujer perversa que cedió ante aquel homenaje, sofrenando el impulso de su sangre pecuniaria para besarte cada uno de tus benditos dedos como lo hago ahora yo. Me deslizo suavemente por sobre tu cuerpo delgado y te pregunto a ti, no a este maniquí de yeso, si acariciarías mis cabellos con esa misma solicitud que para mí es más bien indiferencia y con esa mirada profunda en la cual se sublima absolutamente todo. Eres la encarnación del misterio y tus designios son tan inexplicables como lo son esas llagas burdamente pintarrajeadas en tus santas piernas, columnas egregias que sostuvieron el peso de tu airoso cuerpo cuando transitaste invocando a Dios. Quiero estar contigo, padre mío, esposo mío, amante mío, pero te deseo en todas esas instancias. Como lo ves, soy sólo una mujer, una solitaria, angustiada y necesitada mujer que no quiere acallar su protesta milenaria. Perdóname, tan desnudo, tan bello, tan martirizado ¿Cómo me pides que refrene mis impulsos? Acaricio tu torso inmaculado y mis manos trémulas quieren seguir indagando. No, no siento culpa, soy de carne y este que te representa es de un material espurio. Tú estás allá lejos, tras la vaguedad de los conceptos religiosos, ajeno a todo, despercudiendo aún tus magullados músculos después de tu azaroso tránsito por la agreste humanidad. Me recuesto a tu lado, mi buen amigo y me extasío contemplando tus ojos tan límpidos, tu boca implorante y esos brazos demasiado perfectos para ser los de un simple carpintero. Me duermo en ti y para ti y mañana asistiré a la iglesia y pediré perdón por todos mis pecados, por todos ellos, pero esto que existe entre tú y yo, eso es nuestro y nadie jamás habrá de saberlo…
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