Et maintenant?
(Historia de un orgasmo)
¿Y ahora qué hago? Sí, ahora que ya sabe qué es un orgasmo, ¿qué hacer?. ¡Qué confusión!
La divisa de saber ser feliz con lo que se tiene la había heredado de su madre.
Miguel es un buen hombre ¡qué dos palabritas dignas de resaltar en negrita! Trabajador, digno, atento y lo más importante: te quiere. ¿Qué más se le puede pedir a la vida? reafirma mima sin imaginar remotamente que empieza a flaquear mi obligada felicidad.
Y en verdad que es un buen hombre cuya espiritualidad suple, y de qué manera!, ¿cómo decirlo? sí, un déficit innombrable.
La lleva a la habitación debidamente acondicionada para la ocasión. Por segunda vez experimenta la sensualidad que brotaba de él y entonces sus ojos empiezan a devorarme. Nunca me había sentido objeto de semejante apetencia y lo extraordinario era no sentirme molesta por ello. Simplemente se trataba de una nueva experiencia para mí. Miguel no me había enseñado a sentirse así. De sólo tantearme con sus manos grandes, diestras y sus yemas recorre mi geografía corporal estremecimiento total. No tenía miedo, no, tampoco me sentí pecaminosa y era adulterio lo que estaba a punto de estrenar, lo sabía. ¿Estaba consciente de ello? Sí y no. No importaba. ¿Y Miguel? Tampoco me importaba. Aquel hombre tenía el don de borrar en mí cualquier vacilación que me embargara. En mi luna de miel (la primera noche con mi marido) había salido lista para ser asaltada sexualmente mientras él me esperaba ya desnudo en la habitación dispuesto a su pene(tración); sin embargo con este seductor de pacotilla, lo reconozco, la vida se le colma de preámbulos inesperados. No, déjame a mí, me dice en un intento mío por desnudarme y lo hace con magia tal que en un abrir y cerrar de ojos me tiene convertida en una Eva sin hoja de parra.
La vio, ¿había salido de la iglesia? Él venía del taller, de regresa a casa y estaba seguro de haberla visto, pero no su rostro de mujer sexualmente insatisfecha, una de esas féminas que pasan por el mundo sin saber qué era el placer sexual y se iban sin conocerlo. Él no era un promiscuo, no: tampoco un santo: siempre había fantaseado con despertarle el goce dormido a una de esas mujeres, y la siguió.
Lo ayudas, con tus propias manos, a ver, ¿cuando he hecho yo esto? una primera vez, a descubrir un torso que puedes escudriñar, siempre hay otra primera vez. Nunca ha hecho indagaciones sobre el pecho del marido; si ha respirado sus poros ha sido inconscientemente, no con el nuevo olfato que le nace de esta otra desnudez masculina.
No apaga la luz, dejó que mis ojos se llenaran de su cuerpo despojado de atavíos. Tal parece que a su edad nunca ha visto un hombre desnudo, pensó el amante. ¿Qué clase de marido tiene esta mujer en su casa?
Aquellos ojos miopes empezaron a seguirla una tarde, cursaba el último año del bachillerato, lastima de miopía, son, a pesar de cierta melancolía que encierran, bellos. Sus compañeras habían averiguado que era contador y que le gustaba la lectura de los clásicos universales: lo habían pillado con libros de los autores exquisitos; tiempo después ella pudo hablar de su cultura, de ese predominio de su carácter espiritual sobre lo material.
Jugar es un término que siempre relacionó con muñecas en la infancia; nunca con la adultez y menos aún con el sexo; por eso me sorprendo de que no me penetre de inmediato: como un tren dispuesto a recorrer una larga geografía decide como punto de partida mi pie izquierdo, el que tiene más a su alcance y deposita sus carnosos, sensuales labios en él. Su lengua electrizante hace contacto con mis vellos y recorre toda mi extremidad, llega mi tronco desviándose, como haciendo caso omiso de mi tórax, hacia mi espalda, nuevas sensaciones electrizantes, llega a la parte posterior de la nunca para tener como destino final mis labios, pero esto no es más que el viaje de ida. En la vuelta, saciado a medias de mi boca, rápido aprendiz yo en la suya, desciende mi nuca, llega al umbral a mis senos, se detiene en ellos y como caballo galopante baja a la llanura de mi vientre plano para hacer de mi ombligo un juguete antes de internase ¡que manera de gustarme tu tupida selva! en mi flora y regar, así tú dices, tu amapola en color y forma.
Entonces siente venírsele de adentro hacia fuera la verdadera sensación de amor físico. Jadea. Él se ha ubicado, de rodilla, entre sus piernas de mujer que abre de par en par y puede ella constatar una dura y sostenida erección en un pene cuya anatomía mira de forma desaforada y que abarca con su mano antes de dejar que se pierda dentro de ella. Quedan exhaustos luego de la cabalgata, horizontalmente, boca arriba y es entonces que se acuerda del Miguel que hay en su vida, pero no sintiéndome culpable, nada de eso: cuando se es feliz no hay cabida para culpas. Es que el hombre que tiene al lado, lo sabe, no podrá nunca alimentarla con las espiritualidades con que la colma Miguel, pero el marido no ha sabido ¿podido acaso? alimentar su carne virgen a pesar de los años.
Y empieza a regalarme noches para sacarme de mis tinieblas y me compadezco de mi misma y compadece a Miguel (de quien sin embargo, no se siente estafada) a quien siempre había identificado con la felicidad, que nunca ha sabido hacerle el amor, sólo penetrarla como gotero necesitado de vaciarse en profundidades por simple función fisiología, dejándole, ahora lo sabe, molesta pesadez en cuerpo y alma y a eso ella le llamaba felicidad. ¡Dios mío! Ahora, después de doce años de casados ¿qué hace con Miguel? Sí. ¿Qué me hago con él?.
La Habana, octubre 2004
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