Se despertó en su cama, pero ya no era su cama. Ahora se trataba de un mueble metálico, con forma de araña de erizadas púas, del que colgaban cadenas oxidadas. Se levantó, y vio que su habitación ya no era su habitación. Cortinas de terciopelo negro ocultaban las ventanas, dejando a los pequeños candelabros la tarea de iluminar la estancia. El armario había crecido, se había vuelto enorme, más estrecho en su base, fabricado en madera gris. Un penetrante olor a humedad llenaba toda la habitación, y cuando puso los pies en el suelo, descubrió que era a causa de la moqueta, que estaba empapada. La casa estaba silenciosa, excepto por un inquietante crujido, un ñick-ñick que se elevaba sobre sus chapoteos en pos de la puerta. Abierta en la pared, empapelada con motivos de alambres de púas en espiral, la puerta ahora era torcida, y no era capaz de abrirla, ni hacia dentro, ni hacia fuera. Por casualidad, levantó un poco el pomo, y descubrió que la puerta se abría hacia arriba, como una guillotina, heredando de esta un afilado borde inferior. El crujido continuaba.
Salió al pasillo con dificultades, que ahora era una gruta escarpada, llena de subidas y bajadas, iluminada por barrocas lámparas y antiguos incensarios, colgantes del techo como murciélagos de luz. Ñick-ñick, le perseguía el crujido, pero siguió su camino hasta las escaleras, ahora vértebras de un extraño y metálico animal prehistórico, colgado de hilos de acero para su exposición en un museo de horrores. El crujido continuaba, pero era en parte ahogado por un sonido que provenía de la antigua cocina: una canción quejumbrosa o un quejido melodioso, que era la confesión de un antiguo disco de vinilo ante los torturantes arañazos de la aguja de un gramófono. El antiguo aparato le saludó al entrar en la cocina, escupiendo notas de sus fauces doradas y herrumbrosas. La cocina, por supuesto, ya no era la cocina. El humo se elevaba, formando una pequeña nube de tormenta cerca de las telarañas del techo. Un enorme horno lanzaba llamas infernales desde su negro interior, mientras los fogones jugaban a lanzarse una bola de azul fuego. Allí estaba su madre, pero ya no era su madre.
Un cráneo pelado era hogar de mechones de pelo grueso, que caían sin orden hasta los huesudos hombros. La frente, protuberante, era madre de una nariz ganchuda, que protegía celosamente la pequeña boca azulada. Por otro lado, los pómulos altos ocultaban los ojos, pero no le brillo amarillento que despedían. Le saludó:
-Hola, ¿quieres desayunar?
Él no respondió, pero en seguida un plato cuadrado estaba en la mesa, humeando, con dos huevos fritos de claras blanquísimas y yemas llameantes. Sin pensarlo, se sentó a la mesa de piedra grisácea, y comenzó a desayunar. Ñick-ñick, el crujido había conseguido superar a la música, a los fogones, al entrechocar del tenedor negro contra el plato pálido como una tumba. Ñick-ñick, pronto el huevo se movió al son del crujido, en su camino hacia su estómago. Ñick-ñick, finalmente, habló:
-¿Qué es ese sonido?
-Sube a mirarlo. –respondió la que no era su madre, sonriendo misteriosamente.
Abandonó la cocina corriendo. Ñick-ñick. Subió los endebles escalones de dos en dos, cimbreando peligrosamente. Ñick-ñick. Reptó o escaló a través del pasillo, esquivando desniveles. Ñick-ñick. El sonido venía del cuarto que había sido su cuarto, no entendía cómo no lo había notado antes. Ñick-ñick. Abrió la hoja de la puerta-guillotina, y entró rápidamente, notando la afilada cuchilla segar el aire.
Ñick-ñick-ñick-ñick. El crujido era constante, y dominaba toda la habitación. Provenía de la lámpara, un globo de cristal sostenido por tentáculos de acero. Provenía de la cuerda que estaba atada a la lámpara, tensa, marcando el paso de los segundos como un macabro péndulo. Su vista recorrió la soga, y era lo único familiar que había visto allí. Al final de la soga, un nudo corredizo, un collar de esparto, acariciaba la piel. Se miró a sí mismo a los ojos. Porque el crujido era el ruido que hacía su propio cuerpo suicida, al mecerse colgado de la soga que lo ahorcó.
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