Nunca le había contado a nadie que mantengo conversaciones con los muertos. Seguro que no lo entenderían. Me tacharían de loca o me mirarían con la típica sonrisita de condescendencia. ¿Y qué necesidad tengo yo de que me cuestionen? Me tengo por una buena vecina, lo sé porque siempre que lo han necesitado han acudido a mí. Por cualquier cosa, ya fuera un huevo, un consejo, un poco de sal, a veces incluso algo de dinero, no mucho, en este barrio somos todos gente humilde, trabajadores la mayoría, aunque desde hace un tiempo somos más los jubilados, nos vamos haciendo mayores… Los niños también se me acercan con cariño y no lo hacen solo por los caramelos, eso se nota. Aun así, siempre me ha gustado ir a mi aire y he obrado de la misma manera: “Cada uno en su casa y Dios en la de todos”.
Y no piensen que estoy sola, cuando tengo ganas de conversar tengo a mi querido esposo. ¡Qué buena planta en su tanto desaliñada! Los viejos vaqueros y las camisetas de algodón, su leonina melena antaño tan negra … Ya no es tan locuaz como cuando estaba vivo ¡bien sabe Dios lo hablador que era! En cambio ahora se ha vuelto mas tranquilo, ya no blasfema contra mis letanías, es más observador y ha aprendido a tirarme de la lengua. No sé cómo se las ingenia pero consigue que lo saque todo fuera y de un plumazo hace desaparecer toda la angustia.
No dejo de recordar la sensación tan extraña que tuve al verle en aquella nevera del depósito. Varias veces me preguntaron si le reconocía pero yo les oía en la lejanía, como si no fuera conmigo. ¿Cómo hacerles comprender que nunca jamás habia visto muerto a mi Manuel?
¡Cuánta desesperación cuando al fin le reconocí en aquel ser inerte, sin color, tan extrañamente silencioso! Luego me quedó una amarga sensación de abandono, de indefensión, de enorme vacío. Al volver del cementerio sentí toda la casa llena de silencio. ¡Que grande me parecía la cama en medio de la noche! Daba vueltas y vueltas sin poder dormir y lloré sin consuelo hasta agotar todas las lágrimas. Supongo que el cansancio me hizo caer en un sueño breve e intranquilo porque de pronto sentí su cuerpo junto al mio como todas las noches. Me obligué a abrir los ojos para volver a la realidad pero no era un sueño, él estaba ahí, era real y palpable, no era un fantasma. Sencillamente era Manuel quien me decía:
- No merezco tanto dolor Maria.
- Yo no merezco tu abandono Manuel.
- No te hagas la tonta. Ya sabes que uno no se muere cuando quiere.
- ¿Qué voy a hacer sin ti?
- Pero si no te voy a dejar, mujer. ¿Cuándo te he dejado yo sola?
- ¡Ahora me has dejado sola! ¡Que te han matado, Manuel!
- Sin embargo estoy aquí, hablando contigo ¿no? Eso es único que importa.
¡Lo único que importa! -me repetía una y otra vez- Y después de darle muchas vueltas comprendí que tenía razón, mi Manuel tenía toda la razón.
Los vecinos me dicen que ya voy teniendo mejor aspecto, que les tenía muy preocupados, que saben que la muerte de Manuel ha sido un trago amargo pero que hay que tomar la vida como viene y seguir adelante.
¿Qué dirían si yo les contara...?
Si les dijera que mi Manuel está muerto pero que no se ha ido de mi lado, que está conmigo en cuerpo y alma, más cerca de lo que estuvo nunca, siempre pendiente de mí. Cuidándome, consolándome, acompañándome.
- Si me mimas tanto voy a durar más que Matusalén –le decía a veces bromeando-
- ¿Y qué prisa tienes de morirte mujer? –me contestaba él-
¡Pero este hombre es tonto! -pienso yo- No se da cuenta de que solo vivo para él, que no me importa nada más. Cada día que pasa caigo más en la cuenta de que nadie me necesita, de que me siento como si fuera invisible para todo el mundo.
- Es que ya ni me saludan, Manuel –le digo-
- Tranquila, señora Maria. No le vamos a hacer daño, no se resista. Le vamos a poner una inyección para que se sienta mejor. Ahora se viene con nosotros a una casa preciosa donde la vamos a cuidar muy bien.