Creció como crecen los árboles, tímidamente estirando una rama y de súbito pegar el estirón, el nunca quiso que fuera así pero lo único que no podía evitar. El tiempo nunca era una consecuencia, para él era un simple adorno más dentro el mundo exterior; odiaba todo lo que no fuera caminar y admirar aquel campo abierto que le daba tantas sorpresas, y celaba su territorio como un buen hijo de Natura, era su refugio, su campo de batalla, su alegría y su tumba.
En su latita, que alguna vez guardó bombones y que ahora guarda otros placeres más exquisitos, recolectaba todo aquello que encontraba digno de ser perpetuado en la memoria; aquella mariposa que acompañó hasta desfallecer en sus manos, esa pequeña oruga que reclamaba un poco de calor, la mirada de esa niña traviesa que nunca pudo dejar, todo esos olores que su mágico corazón podía expresar.
Pero llegó aquel fatídico día en que encontró el fin de sus días, lo primero que sintió fue una pequeña mano, “era tan suave que seguro se las acaricia con pétalos de rosa” pensó, poco a poco esa mano subió hasta su corazón y sintió por primera vez como se derretía esa capa de hielo que lo protegía, creyó que era la mariposa que volvía a él pero pronto se dio cuenta que no.
Entonces no quedó remedio que levantar la mirada, a cada paso que daba sentía como el tul de sus ojos poco a poco desaparecía y la luz quemaba sus tristes ojos de mazapán. Pidió que este sueño se fuera pero ya era muy tarde, ya el corazón se había entregado a esta luminosidad.
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