El bus estaba por partir. El la besó a ella con esa pasión desenfrenada que no conoce ni el rubor ni se empequeñece delante de los ojos ajenos. Los sones de una melodía romanticona se desprendieron de alguna radio que parecía estar sintonizada a propósito para ese crucial momento. Más allá, una quinceañera ya no se preocupaba de esas lágrimas que le empañaban sus ojos, estropeándole de paso el maquillaje y contemplaba a través de ese par de pupilas empavonadas al ser querido que, arriba del autobús, mecía suavemente su brazo en nostálgico vaivén de despedida. Algo más retirados, un par de hombres que bien podrían ser hermanos, primos, amigos o amantes, se abrazaban como si ninguno quisiera desprenderse del otro, ambos parecían sollozar una separación amarga, cruel, irremediable. Sentadas en la banca, las mujeres gimoteaban y los hombres contenían a duras penas la emoción. El bus estaba por partir. No soporté más ese doloroso espectáculo que pugnaba por introducirse en mi mente para procesarse en sales y amargura y luego estallar en pirotécnica profusión . ¡Que dolor señor! ¡Que dolor! Antes de alejarme de ese penoso escenario, pude contemplar como el chofer se enjugaba sus lágrimas, el bus era una cabina luctuosa en el cual todos sollozaban desconsoladamente. Al final, ví como el vehículo se alejaba igual que todos los días para llevar a esos desdichados seres a sus cotidianas ocupaciones. Esa tarde acudiría de nuevo a aquel paradero para contemplar nuevas lágrimas y conmovedores abrazos por el feliz reencuentro. ¡Qué sentimentales somos los seres humanos!..