Durante mi época universitaria solía compartir piso con otros tres estudiantes de medicina. Disfrutábamos de un apartamento grande casi en el centro de la ciudad, provisto de cuatro dormitorios amplios, un salón no tan amplio, cocina y dos baños, amén de la entrada también llamada hall, recibidor o trastero, ya que se acumulaba allí lo que no cabía en otros lugares de la casa. Aquel recibidor más invitaba a salir huyendo que a recibir a ninguna de nuestras visitas.
Ya en el primer año de carrera empezó a suceder. A menudo aparecía en el salón de nuestra casa una masa oscura e informe, la mayoría de las veces sobre el sofá o en la mesita junto al televisor, y otras directamente en el suelo; en ocasiones surgía en algún dormitorio, normalmente encima de alguna cama, y otras incluso la descubríamos directamente sobre la encimera de la cocina, tremendo estorbo a la hora de preparar nuestras escuetas cenas.
El fenómeno se repetía aproximadamente una vez cada ocho o diez días, y producía siempre efectos devastadores sobre la convivencia del grupo y la paz en el hogar. Por mi devoción a Oscar Wilde, enseguida me vino a la mente la tenebrosa mancha del fantasma de Canterville. En este sentido debo reconocer que envidiaba profundamente a la familia Otis que hacía gala de una entereza y valentía dignas de elogio ante las continuas apariciones de manchas sobre el pavimento del salón del castillo que el intrépido Wilde les había asignado como morada.
Volviendo al objeto de nuestro disgusto, ocurría que el primero que apreciaba su presencia tendía directamente a ignorarlo. Hacia mitad de curso todos le habíamos perdido el miedo, pero seguía produciéndonos tremendo respeto, y nunca era conveniente hablar sobre “la mole” (nosotros lo llamábamos así). Solían pasar uno o dos días hasta que alguno de nosotros lo nombraba, y el ambiente se volvía tenso al instante. Todos sabíamos que la mole debía desaparecer del sillón, de la cama, alguien tendría que hacerle frente una semana más, armarse de paciencia y separar, clasificar, emparejar y doblar aquella enorme mole de calcetines recién lavados. Todos negros, muy muy negros, y parecidos, muy muy parecidos... pero no iguales.
Para Ana, que "adora" emparejar calcetines |