El Precipicio
Cuentan los ancestros que, en algún momento de la historia, que tantos siglos lleva ya, una catástrofe natural, sin precedentes ni compasión, derrumbó con lo que pudo a su paso, aislando a un pequeño pueblo en la cima de un cerro, abandonándolo a su suerte en las alturas, al borde de un precipicio. De ahí en adelante, dice la leyenda, sus habitantes, privados de todo tipo de colaboración exterior, se vieron obligados a sobrevivir confinados en el reducido espacio que tenían allá en lo alto, obteniendo alimentos según el estado de ánimo de sus tierras, educándose en las escuelas que ellos mismos improvisaban y formando lazos de amor y amistad únicamente con los vecinos. Nunca antes fue más cierto el refrán que enseña, Uno no elige a la familia que tiene, y aquí el refrán cobraba aplicación con mayor rigurosidad y amplitud, pues esta gente ni siquiera tuvo la opción de escoger a sus amigos, les tocó, nada más, lo que quedó perdido allá arriba.
Pero, al contrario de lo que podría pensarse, la vida distaba de ser mala en estos parajes. Pues, al parecer, el referido precipicio no sólo aisló geográficamente a la aldea del resto del mundo, sino que la salvó, también, de experimentar los males y vicios inherentes a toda sociedad compuesta de seres que se hacen llamar humanos, como la desgracia de quien pierde la vida a manos de otro, adelantándose a los planes de Dios; la del pobre obligado a robar al que tiene más para menguar el hambre; la de la mujer en minifalda que tranza placer por dinero en las esquinas; la del padre alcohólico que vuelve a casa, tambaleando y fétido, para golpear a la esposa y también, por qué no decirlo, al hijo, si le alcanza la fuerza; la del vagabundo que se pasea entre los automóviles detenidos, pidiendo una moneda, mientras dura el rojo del semáforo; la del drogadicto que calma sus tormentas con más droga. En fin, no son pocas, y ninguno de estos males, presentes en las estadísticas de todas las comunidades no separadas del mundo por un precipicio, se han presentado jamás en esta aldea.
Así las cosas, es necesario matizar el punto, pues, hasta donde informan las últimas noticias, nada ni nadie aún alcanza la perfección en este planeta, tampoco dicho pueblo en las alturas, pues sí existía, al menos, una preocupación, conocida y generalizada entre sus habitantes, algo que, de vez en cuando, les quitaba el sueño y pegaba sus miradas en el techo, y ese pensamiento era el siguiente, que sus hijos se acercaran mucho al precipicio y, a causa de un accidente, tropiezo o por avanzar más de la cuenta, pudieran caer por él. Si bien el tema estaba, al menos por ahora, resuelto, pues un grupo de aldeanos, peritos en el arte de la jardinería, se encargó de plantar un bosque alrededor del pueblo, como un círculo de árboles, que ocultaba completamente el abismo que había detrás, no resultaba suficiente, porque sabemos como son los niños de ayer, hoy y siempre, todos traviesos, curiosos, aventureros y hambrientos de llenar sus almas de los más variados conocimientos. No era deschavetado imaginar, entonces, a alguno de ellos, traspasando los límites naturales del bosque, y contemplando, con sus propios ojos, el tan comentado precipicio, para luego regresar, como nunca emocionado, y contar la experiencia a los amigos, quienes no tardarían en repetir la historia.
Y así fue. Una noche, un joven, cuya sangre no aguantó más la adrenalina de la curiosidad, salió de casa a altas horas de la madrugada, linterna en mano, atravesó las calles, iluminadas tenuemente sólo por algunos faroles, distanciados a varios metros entre sí, y se adentró en el bosque. La noche estaba muy oscura y lo único que interrumpía el silencio era el canto lejano de los grillos. Tras un rato de marcha, de un instante a otro, ya no hubo más que puro suelo, carente de flores, de troncos, de hojas, el círculo de árboles había quedado a sus espaldas. Siguió avanzando, volvió a observar la inmensidad del cielo negro, salpicado de estrellas y, un poco más adelante, la tierra terminaba abruptamente, formando una línea irregular, tras la cual caía el precipicio. Excitado, el joven caminó un par de pasos más y asomó la cabeza. Sus ojos se llenaron, en un segundo, de terror e incertidumbre, cuando el círculo de luz de la linterna iluminó, muchos metros más abajo, miles de cadáveres, todos apilados formando un gran cerro. Eran, sin duda, los cuerpos de cientos de personas asesinadas por desquiciados, en contra de la voluntad divina, cadáveres de tantos pobres que alguna vez robaron para no tener que volver a robar en el futuro, de mujeres en minifalda que ofrecían, en las esquinas, unas horas de placer a cambio de algunas monedas, cuerpos de madres e hijos golpeados por el padre bebido, de vagabundos que colmaron la paciencia de los conductores a quienes pedían dinero, de drogadictos que se ahogaron en su propia tempestad, sin recibir una soga a la cual aferrarse para escapar. Todos ellos habitaron un día la aldea. Todos ellos, con otros rostros, en otros lugares y otros tiempos, fueron y serán nuestros.
j.o.o.
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