El hombre no es de ahí. Tras la mata de arbustos mira la tierra pulida y seca con grietas que dibujan polígonos anómalos; la señal de la temporada estival, de que antes aquel sitio había estado cubierto de agua.
En medio del sigilo bucólico se pregunta por qué no hay mosquitos, mira el cielo y luego su auto, a unos cincuenta metros -debe ser la una y media-. A esta hora el sol calienta y no hay mosquitos, pero un zumbido constante lo aturde discreto en medio de un leve soplar del viento entre las ramas. Aquella vista de su automóvil en la banquina le trae imágenes del accidente, del que un año atrás había salvado su vida de milagro -¿Sería un año? Parece que fue ayer- se dice consciente de que nunca ha sido bueno para las fechas.
Hacia el otro lado el terreno eleva las vías del tren, y en la lontananza poco definida puede verse la arboleda que rodea la estancia de los Gámez, aquella gente que vería en una hora -a más tardar una hora, hora y cuarto- que había sido solidaria con él en esa contingencia... -Son buena gente-. El zumbido podrían ser moscas o avispas -de esas chiquitas que pican fuerte-. Una nube cubre de sombra varias hectáreas de golpe. Puede observar bajo un tronco un hueco profundo, quizá de un lagarto o una víbora. Ha leído libros de reptiles y otras criaturas de sangre fría, está al tanto de que las víboras venenosas andan de noche. No teme... -Pero ¿será esa arboleda la de los Gámez?- No está seguro; una visión de aquella familia de bonachones, a los que va a visitar –gente fuera de serie... bah, un poco pintorescos-. El hombre piensa que la vida en aquellos parajes ha de ser bastante dura, él acostumbrado a la gran urbe siente, por un momento, una sensación de desamparo. Ha recorrido kilómetros de ruta, además de conocer muchos paisajes. –Si me viera el tarambana de Morán...- Puede apreciar entre las grietas un movimiento, toma un palito y remueve la tierra tibia, mira como un insecto de caparazón negro y lustroso huye. No entiende cómo el hijo de puta de Morán puede tener semejante mujer –será porque siempre tuvo suerte en el casino- resuelve -después de todo el dinero es lo que mueve al mundo- concluye, pero él se sabe afortunado por estar vivo después del accidente aunque de no haber sido por Gámez que justo pasaba de a caballo y lo encontró tirado en el pasto... No obstante duda de la cordura de los Gámez –si viven así deben estar algo chiflados, en ese rancho en medio de la nada- mientras la nube se retira y el sol vuelve a clarear su paisaje, dando a los arbustos un verde más vivo, intenta descubrir el origen del zumbido que sigue escuchando -¡Por eso son solidarios, porque están desesperados por hablar con alguien!- pero no se mueve de su posición, siente que la cabellera empieza a calentarse con los rayos del sol. De todos modos sabe que es un alivio que en el mundo existan personas como los Gámez, que, si bien no saben nada de informática, alguien tiene que realizar las tareas jodidas como plantar cosas para comer y matar cerdos –porque además a los pibes de Gámez no les tiembla el pulso a la hora de degollar una gallina, salvajes de mierda- Él ahora se sabe incapaz de hacer semejante cosa con un pollo pero gusta comerlo al horno con mucho limón, comprende que si no fuera por gente así no podría darse ciertos gustos. –seguro que Morán es un cornudo, bah, cualquiera que tenga esa panza y esa mujer lo sería-.
Tres pájaros acuden al matorral, no han advertido la presencia humana, nuestro hombre se divierte observándolos, cree que esas aves tienen calor porque abren el pico en forma considerable, los tres. –Y qué calor hace- pero sabe que en poco tiempo estará sentado bajo el alero de los Gámez tomándose una cerveza y mirando a los perros deambular con la lengua afuera -¿cómo mierda se llamaba la esposa de Gámez?- tampoco es bueno para recordar nombres, además en el estado en que la conoció se justifica –quién sabe qué sórdidos sentimientos se ocultan tras la solidaridad, después de todo a la hembra de Morán cualquiera le haría favores-
El hombre piensa ahora que solamente un loco es capaz de ir por la banquina a la noche, encontrar un tipo ensangrentado tirado en los yuyos, subirlo al caballo, y llevarlo a su casa; que además un jinete por la banquina de noche es un peligro. Busca algún elemento que arrojar a los pájaros que empiezan a molestarlo, no lo encuentra, no el adecuado. Imagina que el zumbido es que algún tarado iba por la ruta igual que Gámez, entonces un camión lo levantó por el aire siendo que su cadáver está detrás de los matorrales lleno de moscas. Se siente seguro en la vida yendo con su automóvil, ese que ve reposar desde donde está. Un escalofrío lo aborda, siente además el entumecimiento de las piernas. –Si tuviera una hembra como la de Morán ni en pedo que la dejaría sola en los viajes largos...- De pronto un espasmo potente lo devuelve a su circunstancia inicial, a su única y verdadera diligencia: una sonora y extensa pedorrea caldosa seguida de un caer de mazacote y un heder instantáneo. Y, por fin, el exhalar de alivio, una sonrisa pícara en aquel paraje desolado. |