Aún no terminaba de nacer cuando recibió su primer karma: “tu madre murió por ti”, desde ahí él supo que no podría ser el mismo de antes, nunca podría sentir el cálido refugio del líquido que lo albergaba. Conoció la palabra “madre” sólo para nombrar la fuente de todas sus alegrías: Madre Naturaleza.

Desde entonces sintió la soledad que sería su eterna compañera, soñó la vida perfecta cerca de su pequeño abeto, aquel que vio como crecía y como moría.

Cuando era niño solía salir por aquel campo abierto que surgía a sus pies, caminaba por donde nadie había caminado y descaminaba lo que otros plantaron con sus pies; no solía conversar con nadie, en su mente había tantas personas que no aguantaba una voz más cerca al oído.

“Es un chico callado y tranquilo” decían todas las personas que lo conocían, en realidad no veían todo el torrente de vigor, de ansiedad, de ilusión y de dolor que había en él, era pequeño pero las formas ya surgían en su cabeza, guardaba con tanto recelo su pequeña latita donde guardaba toda su alma. Crecía físicamente, pero su alma siempre sería de niño, de ese niño solo y abandonado que tiene tantas compañías en su fantasía como árboles hay en un bosque.

Esa era su gran fantasía, crear un bosque, el bosque de los sueños y las ilusiones, el lugar donde vaya toda la gente y pueda prestarse una hoja-sueño y quedarse dormida al pie del árbol. Entonces soñar, ver sus sueños realidad y despertar con una ilusión más, con una nueva fantasía por la que pelear.

No hay precio y si quisiera puede dejar su sueño, para soñar no hay comienzo ni fin, solo que usted sienta y logre acariciar todo el amor que desee. Así pensaba mientras besaba su mariposa favorita, o cuando le reclamaba al viento porque este dolor intenso no se apaga nunca.