El tiempo trascurre arbitrariamente y sin dar explicaciones. Pocas veces me detengo a tomar la vida entre mis brazos para tararearle mi canción favorita o acariciarle sus cabellos. Hace algunos años mis días trascurrían cómodos, pero rutinarios y aun mis sueños estaban delimitados. Un día descubrí en la vida otros rostros. No me había percatado de esos hermosos cabellos que se deslizaban largos como el infinito. Su rostro de tez universal exhibía sus lozanías sobre los pómulos; los pliegues de variado espesor recorrían su faz a lo largo de las sienes; al norte las más finas y delicadas arrugas se tornaban recias y protuberantes según avanzaban hacia el sur. Era fascinante percibir en su rostro una luz que me invitaba; fue así como exploré sus veredas. Me sentí confiada. Sus brazos se extendieron y me abarcaron. Me enseñó lugares desconocidos: aromas, sonidos; texturas, sabores e imágenes. A cada uno de mis sentidos le obsequió su propia fiesta; sin excesos. Lo necesario para complacer las exigencias de cada uno. A mi nariz llegaron los aromas de jazmines, dalias, rosas y azucenas. El café se vistió con su mejor atuendo; moreno, tostado, desquiciante. Allá las fragancias de la tierra húmeda, del pan, de la vainilla. Todos bailaron abrazados a la música del olfato. A la fiesta del oído asistieron sonidos de todos los confines de la tierra; vibraciones, cánticos de aves, aleteos de pájaros en vuelo; brisas de monte y de mar. Chapoteos, chasquidos, tintineos; notas musicales en violines, guitarras, flautas, tamboras. No se hizo esperar la gran fiesta del tacto. En ella canté y bailé con las caricias de los pétalos, la tersura de la piel; la aspereza de la guanábana; la humedad del beso; la cosquilla de la pluma en mi piel. Más tarde el paladar extendió su inmensidad para recibir los sabores más exóticos y rutinarios, vestidos con la plenitud de las papilas gustativas; una bohemia con el mango, la papaya, las naranjas; los asados, el café con leche; postres de exquisitos sabores. La vista tuvo también su ágape; a ella concurrieron los invitados anteriores, así como la majestuosidad de las montañas, el cielo encumbrado, las estrellas y la luna; el sol del atardecer; el color de los ojos, de los rostros, de los cabellos, de las casas. Un desfile interminable de imágenes de diverso origen cultural. Se me presentó la vida con sus historias de medianoche. Me amó intensamente, desconociendo el transcurrir de las horas; su amor fue una reverencia a mi espíritu y a mi cuerpo; fue un rezo en mi vigilia; un cántico al despertar. Aprendí que en el ser habitan veredas cuyos brazos se abren o se cierran con simples decisiones. Vivir amando cada instante; percibiendo plenamente lo que la vida nos ofrece. Detenidos en lo sublime de lo cotidiano, el rostro amigo, hermano, el rostro humano en todas sus dimensiones; nuestro entorno que nos enmarca como una gran pieza artesanal. Fue así como me entregué a lo que antes me era indiferente; lo que por costumbre no veía ni sentía. Comprendí que hasta las piedras tienen su propio aroma; solo tenemos que liberarnos de las prisiones cotidianas que nos destinan a la indiferencia o a caminar sin darnos cuenta de que la vida tiene sus brazos extendidos y que si nos acercamos, podremos acariciar sus cabellos legendarios.


©Vilma Reyes,2004