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La noche en que todo terminaría, transcurría lentamente, el tiempo parecía ahogado en sí mismo, los llantos del bebé, de Jaime, estallaban estrepitosamente por toda la casa. María Inés estaba postrada ante la imagen de la virgen, llorando silenciosamente, apretando el rosario contra su pecho desnudo, tratando de arrebatar de su piel el pecado que le desgarraba el alma, tratando de no oír como Jaime reclamaba con gemidos a su madre, tratando de no oír nunca más a su hijo.

Un año antes, justamente una año antes más o menos a la misma hora; María Inés, después de tropezar y desplomarse contra el pavimento vio como Jaime, el amor de su vida, se alejaba espantado, huyendo de la idea de ser padre, escapando sin el mínimo remordimiento; mientras ella veía cómo se perdía entre la gente, son su sotana, su padre Jaime.
Ella pertenecía a una familia adinerada, a una clase social alta y a una inmensa fe, la misma que la había inducido a ponerse al servicio de los demás, a rechazar cualquier propuesta (que nunca le faltaron) de hacer una familia, de tener todo lo que cualquier mujer desearía, aquella fe que en una celebración religiosa la había enfrentado con el amor, con el dolor, con el pecado más infame. Jaime era un sacerdote joven, mucho más que ella pero no igual de hermoso, algo que seguramente lo llevó a desearla profundamente si que ningún “Credo” o “Padre Nuestro” pudiera librarlo de ese tan carnal deseo. Cuando supo de su paternidad, sintió terror de la gente, de la Iglesia e incluso de Dios; por eso, escapó y dejó a su María Inés sola. -En pleno 1345 podría ser sacrificado por demoníaco, en ese momento la Iglesia necesitaba de sucesos similares para recuperar la fe de los creyentes. Él no sería instrumento para recopilar devotos, tenía que irse, era él o ella, María Inés era una buena mujer, adinerada, bella, inteligente; seguramente ella se las arreglaría sin necesitar mucho de él, seguramente le daría a su hijo todo y más, algo que por obvias razones él no le podía ofrecer. Definitivamente era la mejor decisión que podía tomar.- Pensaba mientras empacaba aligeradamente sus pertenencias en una vieja maleta de cuero que lo llevaría lejos de ahí, muy lejos.

Cuando hubo recuperado las fuerzas se puso en pie y secándose las lágrimas agradeció a las personas que quisieron ayudarla, personas que jamás volvería a ver, así que además les hizo un gesto de “Adiós” que, como buena costumbre de la gente, ninguno pudo captar. Desde aquel día hasta el momento en que pudo sostenerse en pie, con su hijo Jaime (como lo nombró en recuerdo de su amado) en brazos, estuvo oculta del mundo, en un convento lejos de todo y de todos, lejos hasta de su amor; que aunque ella no lo supo nunca renunció a su sacerdocio años después y escapó con una jovencita y jamás se supo otra vez de él. Con un dolor rompiéndole el alma y el asco por su hijo a punto de sacarle la comida, llegó hasta su casa, donde se encerró totalmente con unas reservas de comida que durarían justamente lo necesario.
A pesar de que la criatura tuviese más de una semana, nunca ella lo había sostenido entre sus manos, él era el único culpable de su desgracia, lo odiaba profundamente, lo odiaba tanto como se odiaba así misma. Cuando fue hora de comer, se acercó al bebé; mientras estuvo en el convento pagó a una mujer que amamantaba niños, pero ahora encerrada sólo podía ser ella quien lo hiciese. Sólo ella. Tomó a Jaime entre sus brazos, desnudó su pecho y se descubrió avergonzada pero complacida, algo similar le había sucedido una noche, en la casa cural, cuando Jaime había besado fervorosamente sus labios y retirado el vestido de encajes, propio de una mujer de su clase. Acercó delicadamente el bebé a su cuerpo, sosteniéndolo con más fuerza ahora, deseando tanto como él que se alimentara de ella, deseando que estuviera más cerca; cuando el pequeño pudo asir con una de sus manitos el seno de su madre e introducir en su dulce boquita el pezón de María Inés, ésta explotó en un ardiente placer, su cabeza trajo los recuerdos de las escenas más eróticas, se recordó sudando y gimiendo entre las sábanas y el cuerpo del sacerdote, enfrente del Jesucristo que colgaba de la pared, sobre la cama. María Inés separó al niño de su cuerpo, dejó a su hijo en la cama y rezó, a su lado, suplicando perdón, mientras Jaime le pedía más alimento y la miraba profundamente, como si supiera lo que minutos antes había sucedido.
Cada vez todo era más difícil, cada vez que lo alimentaba deseaba a Jaime y experimentaba igualmente el remordimiento de odiar a su hijo y sentir placer con el hombre que llevaba su pequeño dentro.

La noche en que todo terminaría, transcurría lentamente, el tiempo parecía ahogado en sí mismo, los llantos del bebé, de Jaime, estallaban estrepitosamente por toda la casa. María Inés estaba postrada ante la imagen de la virgen, llorando silenciosamente, apretando el rosario contra su pecho desnudo; empuñando en una mano una daga de filo fino y helado. Secó sus lágrimas y se puso en pie, agradeció a la virgen e hizo un gesto de “Adiós” que seguramente ésta entendió como es costumbre en los Santos.
Con paso débil y lento caminó hasta el lugar donde estaba su hijo, lo tomó en sus manos y se sentó en la cama, lo miró profundamente y el niño la miró igual, como si supiese lo que minutos después iba a suceder.
María Inés acrecí a Jaime contra su cuerpo, lo atrajo hacia ella y lo apretó contra su pecho, como si el pequeño entendiera besó el sino de su madre y lo acarició inocentemente, ella apretó sus párpados y sintió el placer carcomiéndole el cuerpo, rozándole las piernas y perdiéndose entre ellas. Las imágenes venían a su mente, ya no recreadas con el sacerdote sino con su propio hijo, con su bebé... Su cuerpo temblaba de placer, podía oír como latía su corazón, un sudor frío y espeso le recorría el cuerpo, aferró con más fuerza a Jaime y lo apretó más contra sí, el niño luchaba por separarse pero ella lo aprisionaba y cerraba de nuevo los ojos. Desde el fondo de ella se descargó una energía, ella sabía que se acercaba el adiós, el pequeño jadeaba y comenzaba a perder el aliento pero ella gemía mientras que su mano libre, donde empuñaba la daga, se paseaba por sus genitales acariciando su vagina y penetrándola, un fuerte movimiento surgió desde ella y sintió el sabor de un orgasmo en su cuerpo, el niño ya no luchaba, sentía el corazón entre las piernas y el sudor caer sobre el pequeño que ni siquiera respiraba, tomó aire y se liberó, aflojó la presión sobre su hijo y lo vio cómo dejó caer, pausadamente, su cabecita hacia un lado. Entonces retiró la daga de su vagina y esperó pacientemente a que la muerte la abrazara a ella también.

Texto agregado el 16-10-2004, y leído por 108 visitantes. (0 votos)


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