El reflejo
Por: Rubén Martínez
A pesar de que afuera hacía un caluroso día y dentro del vagón había suficientes personas como para estar sudando, por mi cuerpo corría un escalofrío inexplicable como el que deben sentir los pasajeros que esperan el último viaje.
El vagón tiene un pasillo de unos doce metros de largo por dos de ancho. Estaba lleno de personas comunes, de las que reflejan en el rostro sus preocupaciones, sus gustos e incluso sus necesidades. Muchos conversaban sin cesar, otros hojeaban los matutinos y el resto se entretenía mirando a su alrededor o cavilando en un profundo silencio.
Tratando de hallar algo diferente entre la fauna que me rodeaba, perdí la mirada observando hacia el vagón contiguo; aprecie parte de él a través de las ventanas enmarcadas en las puertas que unen a un vagón con otro.
De pronto, mientras el tren viajaba debajo de la bulliciosa metrópolis, todo se enmudeció tras la visión de su rostro del otro lado de la ventanilla, con dificultad me apresure hasta la puerta que unía los dos vagones y que me separaba de aquella mujer, de la única mujer que yo había podido amar durante toda mi vida. En ese instante, a unos dos metros de donde me encontraba con la frente apoyada a la ventanilla que me separaba de mi sueño, se deslizo suave pero firmemente la puerta que permitiría que una deforme masa de gentes chocaran entre sí intentando entrar y salir a la vez, perdiendo la poca identidad que la metrópolis les permitía conservar. Ella aún continuaba ahí, mirándome, sonriéndome con su tristeza natural y su inalterable inocencia.
Apenas alcancé a entrar al vagón donde ella se encontraba, cuando ya el tren cerraba sus puertas a mis espaldas, como la fría guillotina que cobra su deuda, para continuar su marcha.
Vi a los lados, pero no estaba. Tropecé con mil personas a lo largo del vagón, buscándola, y llegué al otro extremo sin encontrarla. En esos doce metros de cuerpos abstractos sin pensamientos ni sentimientos, como autómatas, volví la mirada y tenía frente a mí la ventana que separaba ese vagón del siguiente; una vez más la tenía ante mí, sonriéndome de nuevo.
Corrí a su encuentro, la busqué en el vagón que seguía y en el próximo, uno tras otro, donde seguía viéndola a través de las ventanas. Pensé que estaba huyendo de mí o que, quizás, jugaba como tantas veces lo hiciéramos en nuestra niñez. Eso creí hasta que llegué al último vagón, a la última ventanilla de la última puerta, desde donde se veían quedar atrás las líneas del tren, largas, interminables, dormidas en aquel oscuro túnel; iluminado de pronto, con la ilusión de su rostro que me invitó a recordar que hacía ya seis meses que ella había hecho el último viaje, del que no podía regresar y yo sólo observaba mis recuerdos reflejados en la ventanilla.
© Rubén Martínez
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