Doceava campanada de la jornada. La noche era profunda, la lluvia fina y leve. Ni un alma en las callejuelas, solo ella y su espejo.
Desnuda caminaba en torno al arbol quien en uno de sus brazos sostenia al triste ahorcado.
Se detuvo frente al difunto observando sus pies rasgados. No controlo sus lagrimas, que luego cayeron a la tierra ahogada. Las raices de aquel arbol, ahora podrido, exhalaban por ultima vez el nombre del hombre perdido.
La mujer estallo en llantos, el espejo quebro el silencio. Declaraba ante la mirada nublada de la doncella la verdad. Aquel habia sido el hombre de su vida, aquel era al cual habia debido amar, el era quien la acompañaria, pero no fue asi.
El espejo, el Dios pequeño reia a carcajadas observando la tirania de sus actos, y el sufrimiento incontrolable de la mujer herida.
El arbol cayó, bajo el, el cuerpo desnudo del amante desquiciado quien a cuatro mujeres habia matado.
Las lagrimas flotaban por el parque y todo se hacia interminable. Ya amanecia y los perros aun no dormian, las casa aun no cerraban, el frio acogia las dormidas almas que en ellas habitaban.
Era un adios, un adios, nuevamente, interminable. |