Tendido en el lecho junto a ella, sentía su respiración acompasada que enviaba benditos hálitos mentolados a su rostro de hombre enardecido. Palpó su cuerpo joven, bien formado, recorrió cada detalle y se deleitó con la blancura de sus brazos, columnas níveas que cautelaban las exuberantes protuberancias de sus senos perfectos. Prosiguiendo con su minucioso examen, palpo esa llanura tierna que era su estómago plano y luego sus arácnidos dedos se encaminaron hacia ese pubis en flor que develaba a ritmo de tambores cardiacos sus amplios secretos. Se estremeció de placer, el más pleno, el que le daba sentido a su esencia, el que, transmitido por narcóticas vibraciones y en vertiginosas oleadas convulsionaba su cuerpo tenso, fustigado por el éxtasis. Poemas sin palabras, sólo rítmicas ensoñaciones táctiles y visuales acribillaban su cerebro, dejándolo exangüe en el límite de esas sábanas ajenas al pecado pero que descubrían un universo de exorbitantes riquezas. Entreveradas entre las cobijas, se asomaban esas piernas de piel acanelada, dibujadas al parecer con el pincel del más diestro de los pintores celestiales, ¡Que maravilla señor, que maravilla! ¡Que hermoso secreto a voces es el que se esconde tras las armoniosas curvas de una mujer bella!- pensaba para si, enloquecido por el deseo, mientras entre sus dedos resbalaban las hebras de ese cabello negro y sedoso.
Mas, nada es perfecto ni duradero. La belleza comenzaba a dar señales inequívocas de algo que para él significaba el fin de ese viaje delicioso. Como si sus manos fuesen ingrávidas, suavemente fue cubriendo con las sábanas ese cuerpo virginal, bendito pero ajeno y se retiró a su habitación para proseguir, ahora imaginándola en sus candentes y vívidas imágenes…
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