LA PAPA ESCOGIDA
Una mañana gris, una señora va al mercado para comprar papas. Hay una de ellas que ruega que no la escojan, pero la mujer, al verla con buen aspecto, se la lleva con otras más.
En el bolso, la papa iba molesta, lamentándose de ser grande, robusta, de buena pinta. Y luego la pusieron, junta con las demás papas, en el aparador de verduras y tubérculos.
Tuvo suerte ese día, porque, a la hora de cocinar, la mujer escogió otras papas y no a ella. La papa dio un suspiro de alivio: podía vivir, al menos, un día más.
Mientras la mujer metía a las desafortunadas papas dentro de la olla humeante, la papa se despedía de todas ellas.
-¡Adiós, hermanas papas! ¡Ya nos veremos en el paraíso papal!- gritaba en silencio.
Al rato, el pequeño hijo de la mujer, ingresó a la cocina para contarle a su madre sobre unos juegos mecánicos que habían llegado al barrio. Y hablaba con tanta emoción que la papa se llenó de curiosidad.
-¡La Silla Voladora! ¡El Tren Fantasma! ¡Los Carros Chocones! ¡La Montaña Rusa!- exclamaba el niño apasionadamente, detallando con minuciosidad, las bondades que ofrecían aquellos juegos.
La papa, entonces, cerró los ojos y empezó a imaginarse con esos juegos desconocidos, que seguro debían ser divertidísimos.
Así se la pasó toda la tarde, soñando con ellos, ilusionada de ir allí alguna vez.
Al llegar la noche, escuchó un ruido en el ambiente. Vio que un pericote huía de un gato, escondiéndose por debajo del aparador. El gato refunfuñó al no saber dónde se había metido el pericote.
De inmediato, a la papa se le ocurrió una gran idea.
-Gato, te digo dónde está escondido tu sándwich con cola, con la condición de que me hagas un favor— propuso, segura de que él aceptaría.
-Si el favor está a mi alcance, seguro que sí- dijo el gato.
-Llévame a los juegos mecánicos que están cerca de aquí- dijo la papa, quejándose de solo tener ojitos, oídos y boca, y no brazos y piernas para ir ella misma por su cuenta y no estar pidiendo favores a nadie.
El gato aceptó gustoso la oferta, pero también puso una condición: que él debía traerla de vuelta a casa, pues hay una cámara de vigilancia.
-Si la señora ve que yo regreso sin ti, me echa a escobazos a la calle- dijo seriamente el gato.
La papa dio su palabra de que volvería con él. Poco después, el felino devoró al pericote en el jardín de la casa, luego que la papa le dijera dónde estaba escondido el roedor.
Entonces, el agradecido gato metió a la papa a un babero que colgaba de su pescuezo. Y para que la papa pueda ver, le hizo dos huecos a la altura de sus ojitos. Y cumplió con llevarla a los juegos.
Y en ese pequeño mundo de fantasía, ¡cuán feliz fue la papa aquella noche!
Todo el tiempo dentro del babero, cuánto disfrutó en dar vueltas y vueltas por los aires con la espléndida Silla Voladora; de no dejarse atrapar por las espantosas calaveras y arañas gigantes del Tren Fantasma; metiéndose con el gato en el carrito de un chico que se estrellaba divertidamente contra los carritos de otros muchachos en las pistas de los Carros Chocones; de sentir tremendos nervios cuando su vagón bajó velozmente desde lo más alto de ese enorme laberinto circular de fierros, llamado la Montaña Rusa.
-¡Ahhh! ¡Qué no daría por estar siempre aquí!- pensaba, con el brillo de la dicha en sus ojos, mientras la llevaban otra vez al "Tren Fantasma".
Tan enfebrecida estaba ella, de haber trepado hasta la cima de la alegría, que olvidó su penosa realidad de ser papa, tan preferida para apagar el apetito humano.
A medianoche, cumpliendo con el pacto, volvió a casa con el gato, que la puso sobre el aparador.
-Ser papa, qué mala suerte, no ser como el niño de la casa que irá a los juegos todas las veces que quiera- rezongaba ella toda la madrugada.
A su costado, yacía dormida una cebolla gorda, roncando de lo más bien, como si no le importara que dentro de pocas horas alguien la hiciera pedazos para convertirla en una deliciosa ensalada.
-¡Quién como ella! Sabe que pronto se la comerán y está de lo más tranquila- reflexionó la papa, alumbrada por los primeros rayos de sol que penetraban por una ventana.
Despertó a la cebolla para entretener sus penas.
-Cebolla, ¿no tienes miedo de que pronto te cocinen?- preguntó ella.
La cebolla abrió un ojo y se echó a reír.
-Ja, ja, ja, ¿miedo yo?, ja, ja, ja. ¡Noooo! Al contrario, contenta de alimentar a la gente- respondió y continuó durmiendo y roncando como si nada.
Al amanecer, cuando ya el sueño la vencía, la papa escuchó los pasos de la mujer que ingresaba a la cocina. La papa sintió temor. La mujer puso una olla grande sobre la estufa prendida. La papa empezó a temblar.
Al rato, ingresó el hijo de la mujer, saludándola con un beso en la mejilla.
-¿Quieres que te prepare puré?- preguntó ella.
-Sí, mamá, puré de papa, es mi plato favorito- dijo el pequeño, sentándose sobre un banquito para esperar su comida.
Entonces, la mujer se acercó al aparador para escoger las papas. La papa cerró los ojos y suplicó en silencio, con toda el alma, que no la escogiera. Pero no fue así. Una terrible amargura hirió su corazón, cuando la mujer la cogió con su mano húmeda.
Mientras la pelaban, la papa se resistió a llorar. Intentó darse coraje en esos instantes tan difíciles.
Luego, ya peladita, la pusieron sobre otras papas peladas.
Ella, serenamente, esperó resignada el momento del adiós de su corta vida.
Minutos después, justo cuando la iban a meter al agua hirviente, la papa alcanzó a imaginar, con una enorme sonrisa, la dulce y maravillosa emoción de sentirse volando por los cielos, sobre una espléndida silla voladora.
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