Página 62
JMMPEDRÓS
Nota del autor
Este relato nació como un texto breve y fue creciendo por insistencia propia. No pretende ofrecer respuestas ni consuelo, solo acompañar una caída y observar qué queda cuando el suelo no pone fin a nada. Si el lector reconoce algo de sí mismo en estas páginas, la responsabilidad ya no es solo del autor.
Página 62
María Luisa llevaba semanas sin dormir del todo. Dormía a ratos, como quien se asoma al borde de un pozo y vuelve atrás justo antes de caer. El dolor no le daba tregua. No era solo físico, aunque así se lo habían explicado los médicos, con palabras huecas y recetas repetidas. Era un dolor que se le había instalado dentro, en algún lugar entre el estómago y el pecho, como un animal pequeño y rabioso que roía sin descanso.
Había aprendido a moverse despacio por la casa, como si el silencio fuera una ley no escrita. Cada objeto parecía observarla: la mesa del comedor, siempre demasiado grande; el sofá, con su hueco exacto donde ya nadie se sentaba a su lado; el reloj de pared, que marcaba las horas con una puntualidad cruel. El tiempo seguía avanzando sin pedirle permiso.
Su marido dormía en otra habitación desde hacía años. Al principio fue por comodidad, después por costumbre y, finalmente, por pura indiferencia. A María Luisa le costaba recordar cuándo dejaron de tocarse, o incluso de mirarse. Recordaba, eso sí, la sensación de convertirse poco a poco en un mueble más de la casa: presente, útil a ratos, pero fácilmente olvidable.
Aquella noche no hubo lágrimas. Las lágrimas se le habían terminado mucho antes. Lo que quedaba era una calma extraña, peligrosa, como la que precede a una tormenta que ya no asusta porque sabes que no vas a sobrevivirla.
Entonces lo supo.
No fue una revelación ni una voz celestial. Fue una certeza simple, rotunda, sin adornos. Como saber que una puerta se ha cerrado para siempre.
Cerró la puerta del dormitorio, se aseguró de que su marido, que dormía en una habitación aparte, no despertase. Lo tenía bien claro. Tomó todos sus barbitúricos y una botella de agua, encaminándose hacia el ascensor. Unas sombras la seguían intentando en vano retenerla, persuadirla, pero apenas conseguían ni siquiera llamar su atención.
Subió expedita al terrazo del edificio. En el borde de la azotea, se ayudó con una silla que solía usar en días soleados para tomar ese bendito sol que tanto le calmaba esa dolencia atroz que la reconcomía en sus entrañas.
Con mucha dificultad, y ayudada por la silla, consiguió sentarse en el margen del mismo abismo. A ambos lados de la desdichada, sendos ángeles lloraban desconsoladamente intentando sujetarla en un fútil deseo de salvarla.
Era noche cerrada; en la lejanía, algún que otro gato maullaba. Miró al precipicio de la calle como si de un agujero negro se tratara; imantada, parecía que alguien la llamara. Con los ojos desorbitados miraba al infinito de la noche. Los querubines, cada vez más desesperados, se abrazaron llorando desconsoladamente.
Empezó a llenarse la boca de medicamentos y sorbos de agua. Entre el sopor de la química y su decidido deseo de saltar, tomó el suficiente valor para iniciar el vuelo final.
4ª Planta
Mientras caía, el aire dejó de ser hostil. Ya no cortaba ni empujaba; la sostenía. María Luisa notó cómo su cuerpo perdía peso, como si la gravedad, de pronto, se hubiera cansado de ella. El miedo retrocedió unos pasos. Por primera vez desde que se sentó en la silla de la azotea, no tuvo prisa por llegar al final.
Al momento sonó una vieja melodía que en su niñez cantaba su madre. No sonaba fuera, sino dentro. Era una canción sencilla, repetida hasta el cansancio en una cocina pequeña, mientras unas manos grandes removían algo en una olla.
—¿Estaré ya muerta? —se preguntó con esa candidez propia de una niña.
—Ven deprisa con mamá —le decía una mujer oronda con los brazos abiertos.
María Luisa no se lo pensó dos veces. Loca de alegría, fue a refugiarse entre los seguros y acogedores brazos de su madre.
—Mi querida y desgraciada niña —repetía la mujer con ese cariño que nunca se olvida.
—Mamá —decía la niña entre sollozos y lamentos, dejándose mecer por esos poderosos brazos de la matrona de abultados pechos y recias carnes. Fueron momentos de pura felicidad. Madre e hija, fundidas en un abrazo, pintaban una imagen idílica de cualquier anuncio de champú.
Pero como todo lo que empieza acaba, esto no iba a ser menos, y más si nuestra heroína tenía una deuda pendiente con el destino. Al momento, todo se disolvió. Se deterioraba como el papel de la pared que se deshace de puro viejo. María Luisa, despavorida ante el dantesco panorama, miró a su madre.
Qué horror.
Como un muñeco de cera se estaba fundiendo ante los atónitos ojos de su desdichada hija. Mientras nuestra amiga se lamentaba de su mala suerte, de un lugar indeterminado dos ángeles negros, raudos y sumamente efectivos, la arrancaron de su alocada visión y, con expedita solicitud, la auparon de nuevo a la azotea.
Al momento, sin que ella lo quisiera, reanudó su alocada caída.
3ª Planta
Conforme se acercaba al suelo, una nube la rodeó dándole la posibilidad de subirse a la misma. A modo de alfombra voladora, fue llevada nuestra amiga disfrutando de lo lindo. Todo eran risas; extendió los brazos dejándose acariciar por el viento, viajando a la velocidad del pensamiento.
La bóveda celeste, pintada con un sinfín de estrellas, daba la impresión de no tener fin. Aquí y allá, un número indeterminado de nubes con sus respectivos acompañantes surcaban el infinito, saludándose con inusitada alegría.
Daba la impresión de que su viaje llegaba a su fin.
Todas las nubes se pusieron en fila india, introduciéndose por una abertura que, aunque ella no quisiera, ya no respondía a su pensamiento.
Dentro de una gran sala, varios entes de luz parloteaban amigablemente. Cuando María Luisa entró, se hizo todo silencio.
¿Qué hacía aquella entidad descolorida como una bombilla de pocos vatios?
El caos se apoderó del lugar hasta que una autoritaria voz lo ordenó todo. Fue nombrando a cada uno, repartiendo diplomas de graduación. Todos los recibieron con suma felicidad. Al término de la ceremonia se subieron a sus respectivas nubes, abrazándose y deseándose lo mejor para las vidas venideras.
María Luisa no fue nombrada.
Abatida, desilusionada, fue perdiendo la poca brillantez que le quedaba. Entonces una luz cegadora la inundó. El brío que emanaba la envolvió. Ahora sí desprendía el resplandor característico de un alma en plenitud.
En lugar de un diploma, un grueso volumen titulado Mi Vida fue puesto en sus manos.
Leyó. Página tras página. Renuncias, silencios, repeticiones. Al llegar a la página 62 algo no encajaba. Pasó las hojas con desesperación hasta el final.
Todo se repetía.
—¿Por qué se repite mi vida a partir de la página 62…? —preguntó con voz suplicante.
—Hija mía —respondió el ser autoritario—. Ahora que estás llena de luz lo entenderás.
Y lo entendió.
Poco a poco fue perdiendo luz.
Dos ángeles negros aparecieron de nuevo. Sin palabras, la tomaron y la devolvieron a la azotea. El viaje al abismo recomenzó.
2ª Planta
Durante su caída, de una ventana cercana, un niño la saludaba. Le tendió la mano y juntos avanzaron por un largo y estrecho pasillo hasta llegar a una puerta blanca que no se sostenía en ninguna pared.
Entraron.
Una gran sala en penumbras. Al fondo, una gigantesca pantalla de cine.
—Me alegra que te guste —susurró el niño.
—Muy buenas, llegan a tiempo para la función —dijo el acomodador.
Cuando extendió la mano, María Luisa comprendió. Allí el dinero no servía. Con los dedos de la mano derecha, se arrancó los ojos y se los ofreció.
—Muchas gracias, señora.
—No te preocupes —dijo el niño—, yo te contaré lo que sucede en la pantalla.
La película comenzó.
Su vida pasaba vertiginosa: cada renuncia, cada silencio, cada decisión no tomada. De sus cuencas vacías manaba una sangre espesa y oscura. No soportó más.
—Abuela, cálmate —suplicó el niño.
—¿Cómo que abuela?
—Soy tu nieto. El que nunca existió porque decidiste bajarte antes.
Una voz autoritaria resonó en su cabeza.
—¡María Luisa! No hay nada que abrazar. Nunca existió y nunca existirá.
De la penumbra salieron dos ángeles negros que la tomaron por los hombros, devolviéndola a su alocada caída libre.
1ª Planta
“Ya falta poco”.
El pensamiento se le incrustó muy adentro.
Oscuridad. Negrura. Silencio. Hasta que sus pies tocaron algo firme. Sus manos golpearon madera.
Un ataúd.
El pánico llegó despacio. La respiración se volvió torpe. El aire escaseaba. Esto no era el plan. Oyó ruidos. Esperanza.
El ataúd se abrió con estrépito. Una luz la inundó de una paz inenarrable. Un túnel. Un ángel resplandeciente la esperaba al final. Manos surgían de las paredes ayudándola a avanzar.
Cuando ya faltaba poco, las manos cambiaron de dirección, frenándola. El ángel perdió su luz y bajó la mirada. No era el momento.
María Luisa gritó. El ataúd volvió a cerrarse. Una risa lúgubre resonó en la negrura.
La caída continuó.
1ª Planta
“Ya falta poco”.
El pensamiento se le incrustó muy adentro.
Oscuridad. Negrura. Silencio. Hasta que sus pies tocaron algo firme. Sus manos golpearon madera.
Un ataúd.
El pánico llegó despacio. La respiración se volvió torpe. El aire escaseaba. Esto no era el plan. Oyó ruidos. Esperanza.
El ataúd se abrió con estrépito. Una luz la inundó de una paz inenarrable. Un túnel. Un ángel resplandeciente la esperaba al final. Manos surgían de las paredes ayudándola a avanzar.
Cuando ya faltaba poco, las manos cambiaron de dirección, frenándola. El ángel perdió su luz y bajó la mirada. No era el momento.
María Luisa gritó. El ataúd volvió a cerrarse. Una risa lúgubre resonó en la negrura.
La caída continuó.
Epílogo
La noche volvió a ser simplemente noche.
No hubo trompetas, ni ángeles, ni voces. Solo el ruido seco de un cuerpo al golpear contra la acera. Un sonido breve, definitivo, que no despertó a toda la ciudad, solo a los suficientes.
Las luces se encendieron de una en una en el edificio, como ojos somnolientos que no querían ver demasiado. Algún vecino se asomó lo justo para confirmar que aquello no tenía que ver con él. Otro cerró la persiana con más fuerza de la necesaria.
El timbre sonó insistente, molesto, ajeno a cualquier trascendencia.
—¿Conocen ustedes a esta señora? —preguntó el policía con cansancio.
Los vecinos se miraron entre sí buscando en los rostros ajenos una pista que les evitara implicarse. Nadie quería ser el que supiera algo. Saber siempre trae consecuencias.
Allí estaba María Luisa.
No era la mujer que había caído, ni la niña que había abrazado a su madre, ni la entidad descolorida, ni la abuela furiosa, ni el cuerpo atrapado en un ataúd imposible. Era solo eso: un cuerpo. Mal colocado. Inoportuno. Incómodo.
El juez de guardia la movía con gesto profesional, sin brusquedad, sin ternura. Los guantes blancos contrastaban con la sangre oscura que empezaba a enfriarse.
—Parece que se tiró desde arriba —comentó alguien.
—Una pena —respondió otro, sin saber muy bien por qué.
Nadie habló de dolor. Nadie habló de ciclos. Nadie habló de páginas repetidas ni de libros que no se terminan nunca. Eso no figuraba en el atestado.
Los sanitarios cubrieron el cuerpo con una sábana blanca. Limpia. Definitiva.
—¿Quién podía ser esa señora? —murmuró una voz.
La respuesta no importaba ya.
El portal volvió a cerrarse.
El edificio recuperó su silencio.
La ciudad siguió respirando.
Y en algún lugar que no figuraba en ningún informe, una caída volvía a empezar.
FIN
JMMPEDRÓS
Puedes leer completamente gratis en PDF más relatos en: https://archive.org/details/@jose_martinez936 |