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Sinuhé era un actor de teatro que manipulaba la psicología de los personajes con una destreza de médium, por lo que los directores se lo disputaban para que encarnara a héroes trágicos, bufones, reyes escandinavos o divinidades egipcias.

Tenía un carisma avasallador y carecía de ímpetus posesivos con las mujeres. Por eso nunca le faltaba alguna amiga que quisiera pasar la noche con él; pero sólo eso, pues rehuía cualquier vínculo formal, quizá por la fijación en su memoria de la relación tormentosa de sus padres, separados desde hacía mucho.

Su madre lo educó al igual que a su hermana Sofía doblando turnos en las preparatorias privadas donde daba clases de literatura universal. Su padre no había vuelto de Rusia, donde investigaba sobre los Gulags en plena Perestroika; aunque muchos aseguraban que era el prisionero de una pelirroja nativa de Querétaro, donde se afincó para estudiar los últimos días de Maximiliano.

A Sinuhé y Sofía su madre les inculcó un espíritu independiente desde chicos, por lo que tomaron rumbos definitivos apenas llegados a la mayoría de edad. Él rentó un departamento y ella tuvo dos hijos con Marcelo: un italiano devoto de Fellini y Mastrioiani que radicaba en la ciudad desde hacía cinco años.

Sinuhé no poseía la belleza helénica de Sofía, pero inspiraba confianza con su sonrisa franca apuntalada por unos dientes alineados como soldados espartanos. Además tenía un sentido del humor indeclinable.

Mantenía su cabello largo atado con lo que tuviera a la mano, desde ligas hasta agujetas. A veces lo aplacaba bajo gorros frigios y pocas ocasiones lo exponía al viento para evocar a un profeta colérico.

Vestía trapos vanguardistas en combinación con pantalones raídos o francamente deshilachados, y tenis del pleistoceno que ruborizarían a cualquier hippie.

Los fines de semana se salía a caminar en las mañanas, observando con acuciosidad a las personas: sus gestos, sus formas de moverse, las vestimentas y los tonos de voz. Todo lo cual se apilaba en archivos mentales a la mano.

Los domingos se la pasaba con sus amigos de arte dramático. Iniciaban la jornada preparando las cervezas y botanas para ver el futbol, y se la seguían con taquizas y charlas sin fin entre juegos de dominó o de ajedrez, según estuvieran de humor.

Una ocasión retornó de la representación de una obra de Chéjov. Repetía una frase que le suscitaba reflexiones kafkianas y de súbito se encontró en la puerta del departamento a Sofía con sus retoños y unas bolsas atascadas de muñecos, cobijas y botes de leche.

Abrió y la hizo pasar. Ella cargaba a Gizeh, de casi un año, y llevaba de la mano al mayor llamado Ahmed. Las plastas de maquillaje sobre su rostro bello no ocultaban la angustia ni su llanto reciente.

Le venía a suplicar que le cuidara a sus pequeños sólo ese fin de semana, pues Marcelo estaba obsesionado con partir a Italia, harto de la violencia y hacinamiento de la ciudad, y ella debía convencerlo de quedarse.

Pero no contó algo que Sinuhé sólo sabría una semana más tarde en una carta furtiva: Marcelo la había abandonado luego de hallarla con su amigo Giacomo experimentando las poses más intrincadas del Kamasutra, y ella se había enamorado tanto que estaba dispuesta a dejarlo todo para irse con Giacomo a Nápoles, donde se entregaría sin trabas a su pasión.

Al día siguiente Sinuhé fue despertado por los lloridos de Gizeh, y cobró conciencia del broncón en que estaba. El bebé se había orinado hasta las orejas y se hallaba ronco de tanto chillar, además de que tenía un hambre de troglodita.

Sinuhé hurgó en las bolsas que le dejó Sofía. Extrajo un pañal y cambió a Gizeh como pudo. Luego lidió con sus manotazos para envolverlo en una cobija de ositos, y trató de prepararle una mamila. Gizeh pareció tranquilizarse sólo hasta que tuvo el biberón en la boca.

Sinuhé se hallaba fodongo, con los pelos revueltos y el aliento a centavo de cobre al preparar unos hot cakes con mermelada que compartió con Ahmed, quien seguía en silencio todos sus movimientos con una mirada alerta, hasta que dijo: »Al Guisé hay que sacarle el aire» »¿Qué? ¿Cuál aire?» »El de la panza».

Sinuhé no comprendía y Ahmed se levantó para acercarse a su hermano a darle unas palmaditas en la espalda hasta que el chiquillo expulsó un eructo impropio de un cuerpo tan pequeño.

Sinuhé recibiría la carta donde Sofía le aclaraba todo hasta una semana después. Por eso fue con su madre con la desesperación de quien apela una condena irrevocable, y le pidió que cuidara a Gizeh y Ahmed, porque él ya no sabía qué hacer. La señora lo escuchó seria, le hizo unos mimos a sus nietos y se rehusó. Alegaba estar hasta el cogote de la revisión de trabajos ante la inminencia de los exámenes finales; que atendiera un tiempo a los niños, pues Sofía no tardaría en regresar con el rabo entre las patas, y mientras tanto a él le serviría para irse acostumbrando.

»¿Acostumbrando a qué?» Repeló Sinuhé. »Pues a los hijos, ¿a qué más?»

Así que Sinuhé asumió una paternidad virginal que generó un giro copernicano en su modo de vida. Ya sólo recibió a sus amigas una vez a la semana y por unas horas, pues tenía que recoger a los niños en la guardería donde los recluía en lo que ensayaba. Y no fueron pocas las veces que topó a sus musas en la calle, cargado con los sobrinos, sacándose explicaciones con la destreza de un mago sin conejos ante los arrebatos maternales de las muchachas, que se deshacían en carantoñas hacia los chiquillos.

Sus reuniones de los domingos pasaron a mejor vida. Ya sólo veía los partidos de los Pumas con el volumen bajo, y con una cara de mártir que partía el alma. Aunque siempre alerta de los sobrinos inquietos: Gizeh en una cuna que le compró en un tianguis, en enclaustramiento riguroso con sus peluches; y Ahmed saturado de carritos y cuadernos con crayolas para desviar sus lances artísticos vertidos en las paredes.

En esas andaba Sinuhé cuando fue testigo de un hecho milagroso en el parque, donde iba a distraerse: Gizeh de pronto dejó de gatear y se puso de pie. Tembloroso y todo, se dirigió hacia él dando unos tres pasitos, y cayó en sus brazos con una protopalabra que repetía divertido: »Pa».


Sofía regresó al medio año, desmejorada y con un aire que envidiaría la madre Teresa de Calcuta. Llegó sin escalas a la casa de Sinuhé, y lo halló en mitad de un concierto de Beethoven, enfundado en un mandil y haciendo el desayuno con Gizeh en un brazo y Ahmed piloteando un avión atrás de él.

Se abalanzó sobre sus hijos sin decir agua va y ante el pasmo repentino de Sinuhé, quien asumió el aire beatífico de un samana hindú al aquilatar en todo su esplendor la recuperación de su libertad.

Texto agregado el 13-12-2025, y leído por 10 visitantes. (0 votos)


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