Jacinto salió de su departamento mohoso para caminar de ida y vuelta por la misma calle, de esquina a esquina, durante todo el día. Vive en una ciudad gris donde nadie puede pintar su casa de algún color no estipulado por la ley, y si alguien se atreve, recibe una cuantiosa multa y un plazo para repintar las paredes con el triste, pero decente tono oficial.
Es una ciudad antiséptica: sin basura en las calles, sin niños que griten, con perros que no ladran y gatos que no temen a los desconocidos, con autos que se detienen en los pasos de peatones, con personas que se dirigen a algún lado sin merodear por las aceras, con negocios que pagan impuestos, sin vendedores ambulantes, con policías que cumplen con su deber, con cuatro estaciones al año, con desempleados que reciben una paga mensual del Estado, sin sorpresas, sin gritos, sin nota roja en la prensa, sin tabúes, sin miedo, sin moral, arrogante, segura de sí misma, donde la gente trabaja para la economía; una ciudad que te devora cuando ya no puedes más, que te desecha si ya no funcionas en el sistema, que no acepta fenómenos anormales, sin piedad, sin remordimientos.
En esa ciudad camina Jacinto, el loquito de la calle treinta, como se le conoce. Algunos cuentan que se volvió loco cuando su mujer lo abandonó; otros aseguran que era un empresario de éxito que no soportó el golpe de la inflación, y otros afirman que es un perdedor nato que camina para no suicidarse. Pero solo Jacinto conoce su verdad.
Camina porque le da la gana, porque la vida es corta, porque tiene pies y tiempo, porque le gusta observar los detalles que otros ignoran, absortos en el egoísmo de su miserable existencia; porque hay una voz que lo amenaza con matarlo si se detiene; porque está seguro de que cada vez hay un paso menos del que contó en la vuelta anterior; porque en el inmenso universo cada quien puede hacer lo que se le dé la gana y, a fin de cuentas, caminará hasta que tenga otra idea mejor. |