El perro del tiempo
Hoy ha sido un día intenso, hermoso, auspicioso y un poco mágico.
Acababa de realizar la última carga en el camión. Sabía que era un pedido importante. El cliente me llamó para avisar que su auto aún no estaba reparado y que me confirmaría la hora de entrega apenas quedara listo. Lo llamé, conversamos, nos entendimos. Y entonces suspiré.
Porque si algo he aprendido en mi largo caminar es simple: el tiempo no existe; solo la eternidad respira.
Uno empieza a vivir el presente como un niño que despierta y sale disparado a jugar. Ese sentimiento es real. Y yo lo descubrí una mañana.
Estaba sentado en posición de loto, meditando. Como siempre, terminé durmiéndome y roncando. De pronto escuché la voz de un discípulo del Maestro diciéndome:
—Joe, ¿por qué no vas a tu cuarto a dormir?... estás roncando.
Sentí la sangre subirme a la cara. Me levanté en plena oscuridad y, como un reptil avergonzado, me arrastré hasta un rincón del Ashram para seguir meditando.
Cuando el Maestro cerró todos los centros en Occidente, muchos volvimos a la calle después de más de veinte años de votos de pobreza, castidad y obediencia. Y allí comenzó mi otra vida.
Conocí el mundo a colores.
Y descubrí que estaba vacío, como una botella tirada en la vereda.
Aun así, seguí amando al Maestro y al conocimiento por encima de todo.
Hice muchas cosas. Todas parecieron vacías. Nunca entendí por qué. Pero jamás dejé de practicar.
Hasta que una mañana, meditando, algo sucedió.
Vi cómo mi ser se levantaba, subía al tercer piso, corría en la trotadora, se bañaba, desayunaba, encendía el auto, iba a la fábrica, saludaba a los empleados, cargaba el camión, entregaba pedidos, regresaba a casa, cocinaba, volvía a trabajar, cerraba el local y, al final, escribía.
Me vi existir como una rueda sin fin.
Y lo entendí:
era esclavo del tiempo.
Pensé:
¿Y si dejo todo? ¿Y si no hago nada más que estar? ¿Y si solo camino, respiro, contemplo?
Y algo dentro preguntó: ¿y de qué vivirías?
Sonreí.
Ahí reconocí el origen: el miedo.
Ese miedo tibio empujándome al reloj, a la cadena invisible de la rutina.
Suspiré.
Y comprendí que el tiempo solo existe si tememos al devenir.
Que lo real es este ahora donde estoy, donde respiro, donde sonrío, donde siento.
Desde ese día dejé de apurarme.
Hago las cosas a la velocidad de mi propio ser.
Y el reloj quedó atrás, lejos… como un perrito que espera mis pasos.
Sonreí y salí al laburo.
Un aire fresco me saludó.
—Buenos días —le dije al viento.
Y el viento solo me observó, como quien mira una hoja que vuela. |