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La mano y el piano

El ruido de las gotas contra la ventana sonaba como el teclado del piano del profesor de su hermano. Se levantó como pudo. Tenía tres años y la noche era un cuarto cerrado, sin forma. En esa oscuridad sintió una mano que le cogía con amistad. No podía verla, pero no importaba. Caminó guiado por esa presencia que no sabía de dónde venía.
Llegaron al piano de su madre. La tapa se abrió sola. El niño se sentó torpemente y puso sus manos sobre las teclas. La mano amiga tocó la suya y destiló una melodía que jamás había escuchado. Sonrió, sorprendido. Quiso ver al dueño de esa mano y, por un instante, lo vio: un hombre mayor, sin cabellos, con lentes, con una sonrisa imposible.
Le devolvió la sonrisa.
De inmediato las luces de la casa se encendieron. Su madre y su padre lo encontraron allí y hablaron como hablan los adultos cuando están asustados y no lo quieren admitir. Al rato lo llevaron a la cama. Él cerró los ojos y sintió de nuevo la mano acariciándole la cabeza. No los abrió: sabía quién era.
A la mañana siguiente lo llevaron al colegio con su hermano. Al volver, escuchó al profesor tocar. Se escondió tras la puerta con la empleada a su lado. La melodía retumbaba tan fuerte que las paredes parecían recibir golpes de silencio. Cuando el profesor se fue, el niño se acercó y tocó algo distinto, algo suyo. Solo la empleada lo escuchaba, y sus ojos brillaban como estrellas mientras él pulsaba las teclas.
Al día siguiente sus padres se separaron. El piano se fue con su padre. Nunca volvieron a encontrarse.
Aun así, él seguía sintiendo una mano sobre su cabeza. Sabía quién era.
Su madre lo dejó con parientes, y el niño, en silencio, tocaba las paredes, cantaba, corría y hasta caminaba por ellas como una cucaracha traviesa mientras sus parientes se reían. Sus ojos seguían brillando, siempre como estrellas.
El niño se hizo joven. Luego hombre.
Hasta que una noche, en la oscuridad de otra casa, volvió a encontrarse con un piano. Se acercaron uno al otro, como viejos amigos que jamás se olvidaron. Desde ese instante nunca más se separaron. Incluso en los días sin piano, este seguía dentro de él.
Por las tardes solitarias, en un cuarto con una sola ventana y las puertas cerradas con candado, el hombre movía los dedos sobre una mesa o en el aire, mientras una mano invisible acariciaba su rostro.
Y él sonreía. Porque siempre supo quién era.
A veces, cuando la noche se hace demasiado larga, él levanta las manos en la oscuridad. Y siempre, sin falta, una mano invisible las toma primero. Así comienza cada melodía que jamás ha sido escrita.

Texto agregado el 24-11-2025, y leído por 12 visitantes. (0 votos)


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