Sobre una ruma de piedras cogió una; era más oscura que el mar de las demás. La lamió y supo a sal. La guardó en el bolsillo y, en medio de piedras y un río que no dejaba de fluir, sintió cómo el cielo lo observaba como un ave de aire. Alzó la mano, sacó la piedra negra, y en ese instante empezó a oscurecer. Sonrió. Comprendió que la creación era tan solo un juego, y él, un niño al que el mundo quería alegrar.
Siguió su ruta entre piedras y arenas secas. Escuchó cómo las piedras húmedas pedían atención mientras el río las besaba una por una. Vio las luces de su casa de cartón, con chapas de gaseosa clavadas como armadura pobre. Empujó la puerta y encontró a una mujer y a un hombre enredados como las piedras y el río. No notaron su presencia: aún estaban envueltos por las nubes de la pasión.
El niño alzó su piedra, y las luces del cuarto se apagaron. Oyeron gritos.
Después, solo oscuridad.
Abrió los ojos y estaba en una cama. A su lado, sus tíos queridos, todavía desnudos, lo miraban. No hablaron; pensaron. Y el niño escuchó sus silencios. Cerró los ojos de nuevo y soñó con la piedra negra.
En el sueño, la piedra tenía ojos blancos y una lengua blanca; sin nariz, solo ojos y boca.
Debes saber callar, dijo la piedra.
El niño no habló. Observó cómo la piedra creaba flores negras y blancas.
La noche será tu hogar y el silencio tu voz, añadió.
El niño asintió.
Cuando amaneció, los tíos ya no estaban. Solo quedaban la casa de cartón y la piedra en sus manos. Fue al río a lavarse; lavó también la piedra y vio cómo clareaba hasta volverse gris como las otras. Sintió, incluso, que las demás piedras la llamaban “hermana”. La soltó. Y al hacerlo, sintió que un sueño empezaba a cristalizar.
Creció sin saber cómo. Frente a él, enormes personas lo miraban. Un árbol gigante lo observaba desde atrás. Un gato se acercó, lo miró a los ojos, y él sonrió.
Los niños enormes arrancaron al gato de sus manos y lo golpearon hasta dejarlo inmóvil. El niño tomó al animal “dormido” y corrió con él por todo el parque. Encontró un túnel, entró y dejó al gato en la oscuridad. El animal despertó, lo miró y dijo:
Corre.
Y el niño corrió hasta olvidar si estaba despierto o no.
Abrió los ojos y vio a una joven de ojos negros, cabello negro, falda negra. Su voz era como la de la piedra. Él quiso acercarse, pero no pudo. Sintió la humedad del río, bajó la cabeza y decidió no abrir los ojos nunca más.
Ya hombre, miraba su vida sin entenderla. Nada le pertenecía, salvo su silencio y la oscuridad de la noche. El mundo giraba, pero él lo miraba girar como una piedra rodante.
Siguió su camino y, al ver un forado en su realidad, entró.
Adentro encontró al niño que él había sido.
Se miraron. Se abrazaron como dos gotas de agua.
Desde ese instante no quiso saber más: solo sentir que vivía al lado de una piedra negra que nunca abandonó su bolsillo.
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