Edgar Plata era un hombre que vivió su vida como quiso. Vivir la vida como tú quieres te lleva, indudablemente, a la soledad, me comentó una vez. Edgar era pintor y escritor muy a su manera; es decir, no se dedicaba a pintar ni tampoco a escribir, solo dejaba que la energía y la inspiración fluyeran en el momento en que tomaban forma. Hizo algunas exposiciones, vendió cuadros, publicó un libro de poemas titulado Kolibri, pero nada de esto parecía importarle, porque Edgar siempre estaba en busca de esa luz que no existe, esa luz que nos embelesa como lo hace una lámpara con los insectos.
Me hubiese gustado decirle eso, que dejara de perseguir fantasmas con plena sinceridad, esa sinceridad que se espera de los buenos amigos, pero o yo no era realmente un buen amigo, o Edgar nunca me dio tiempo de decírselo. Cuando charlabas con él, en realidad eras un oyente pasivo de sus monólogos interminables. Hablaba sobre literatura, sobre arte, sobre la política de los países poderosos que oprimen a los países más débiles, sobre su ídolo eterno Fidel Castro, sobre su gran Colombia, ese país de mil tesoros pero destrozado y caído en desgracia por el narco y los jodidos USA; hablaba sobre artistas farsantes y escritores vendidos al mejor postor, sobre la falta de moral en la creatividad artística, sobre Yemayá, sobre la rumba cubana, sobre datos de un mundo que hacía tiempo ya había desaparecido con la muerte de Visconti, Pasolini, Fellini, Godard, Bresson y muchos otros cuyas imágenes en blanco y negro inspiraban los escenarios que Edgar utilizaba para contar sus anécdotas tan graciosas.
Su lenguaje para contar era ameno y directo, pero entre más viejo se hacía, más vueltas les daba a las historias. Su especialidad era el chisme: nadie se salvaba de su lengua ni de su libre interpretación sobre la vida de los otros. Todos tenían, en resumen, una vida destrozada o habían caído en desgracia. Estoy seguro de que de mí habló también, y no quiero saber si yo estaba destrozado o era un desgraciado en su versión. Edgar era el tipo de persona ambigua que podía inspirarte o bajarte el ánimo. A mí me inspiró en mi camino por la literatura, en la música, en mi amor por Latinoamérica.
Nadie es perfecto y Edgar era la persona más imperfecta que he conocido, pero la más noble a su manera de vivir. Tuvo oportunidades que tiró por la borda cuando le impedían alzar el vuelo imaginario que él creía emprender. Se sentía un colibrí, de flor en flor, en busca de la ocasión perfecta. Llegó a Europa en los años setenta. El primer país fue Italia, y la primera mujer europea con la que tuvo sexo, según él, fue una transexual: «Me enteré de que era transexual cuando se quitó el vestido, pero era demasiado tarde, porque yo estaba desnudo y muy caliente, y si la vida me ofrecía la oportunidad de probar las delicias normalmente prohibidas para un heterosexual, pues no me quedaba de otra que aceptar los caprichos del destino. Trae mala suerte decir que no cuando todo está dispuesto para un SÍ, por eso cerré los ojos y acepté la ofrenda».
Luego se fue a vivir a una ciudad en Alemania, donde yo lo conocí muchos años más tarde. Él acostumbraba caminar por el centro de la ciudad de ida y vuelta durante el día, en búsqueda de amigos, conocidos o nuevas relaciones, para tomar un café fortuito y conversar hasta la extenuación. También solía tocar su vieja guitarra Gretsch en las calles, a veces solo, a veces en compañía de un mimo al que le hacía música de fondo. Así lo conocí yo, a mis 27 años de edad; él tenía 45 años. Estaba yo en la parada del autobús y ese hombre con barba pavaróttica, pelo largo y sombrero de copa me miró con una expresión amable y neutral, se me acercó y me preguntó: «¿Hablas español?» Así comenzó nuestra amistad, con una pregunta.
Edgar creía ser sefardí por su apellido «Plata» y estaba obsesionado con el Mossad. «El Mossad es la causa de todos los males en el mundo actual», afirmaba en sus charlas. La literatura, el arte y el Mossad, la divina trinidad de sus ideas. Si te descuidabas, sentías que necesitabas la aceptación de Edgar en tus actos para no sentirte un idiota, porque eso sabía hacer él: manipular. Después de once años de amistad nos separamos por una disputa y con una última pregunta: «¿Por qué?»
Edgar vivía ya en Italia desde hacía nueve años cuando nos encontramos por casualidad en la biblioteca de la ciudad en Alemania, en abril. Tenía que arreglar unos asuntos burocráticos, me dijo. Charlamos de nuevo sobre los temas de siempre. Él, más viejo; yo, más adulto, pero la jerarquía de nuestra conversación fue la misma: Edgar hablaba, yo escuchaba. Nos despedimos con una promesa vacía de volvernos a encontrar. Ayer, siete meses después, me enteré de que Edgar había muerto. Murió en abril, cuando bajaba del tren, en Italia. Regresaba de Alemania. Nadie sabía quién era ese hombre en la estación de trenes. Fue una búsqueda intensa encontrar a alguien que se encargara de su cuerpo. La persona que me lo contó no conocía el desenlace de la historia, si alguien se reportó o no. Caso típico de Edgar, que adoraba el misterio de la vida de los colibríes, aves místicas cuyo principio y final se desconoce.
|