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Beto era un súper hombre. Me encantaba verlo leer, devorar esos libros gruesos. Leía y llenaba cuadernos con signos y números y cosas raras que no sé de dónde venían. Él era vendedor ambulante. Vendía encendedores, sahumerios, bolsas de residuos, biromes, trapos de piso, linternitas, y un montón de otras cosas que vinieran a la ocasión como rosas para el día de la madre o de los enamorados. Vivía en la misma pensión donde vivía yo. Yo en una de las habitaciones de la planta baja, él en una buhardilla en la terraza.
Me encantaba verlo llegar después de las jornadas laborales con esas camisas abiertas en el pecho, un pecho peludo, bien de macho, y esos hombros anchos, y los brazos musculosos. Tenía la cintura pequeña, y las piernas también, lo mostraban un poco desproporcionado pero para mí era irresistible. Yo era viuda, vivía de una pensión y me la rebuscaba haciendo algún que otro trabajo de costura. La vida me encontraba relativamente joven sin padres ni hijos, nadie que dependiera de mí. Se me iba el tiempo en mirar telenovelas, de tanto en tanto ir a misa y visitar o recibir visitas de alguna amiga. Desde que Beto había llegado a la pensión yo no podía sacarle los ojos de encima. Él tenía una rara costumbre. Se iba tipo siete de la tarde y volvía como a las dos de la mañana. Nunca decía adónde, tampoco estaba obligado a rendirle cuentas a alguien pero parecía receloso con respecto al destino de esas salidas. Yo imaginaba que iba a jugar al billar en algunos de los bares que daban a la vereda de la Avenida Pellegrini donde estaba la pensión.
Un día lo invité a comer chupín. El jardinero que vivía en la habitación uno había ido a pescar. Se había traído unos buenos surubíes y me había regalado un par. A mí se me dio por cocinar para invitarlo a Beto. A Beto le encantó. No era de muchas palabras. Está exquisito, dijo, y no mucho más. Yo me moría porque me hablara, me contara que eran todos esos signos y números que estudiaba. ¿Por qué tanto fervor? Como si se jugara la vida en esos cálculos. Había que verlo, bisqueando los ojos y mordiéndose la punta de la lengua, o comiéndole la punta al lápiz o a la birome o a lo que sea. Cuando leía, largos textos con dibujos de planetas, movía los ojitos de un lado a otro con un movimiento vertiginoso que parecía provocado por una sed de curiosidad que nunca había visto. Otro día hice pollo en escabeche y también lo invité a comer. Otra vez le gustó. Era distante, taciturno. Me volvió a decir que estaba rico, yo esperaba que hablara, que dijera algo de los libros, de las salidas nocturnas, de alguna otra mujer.
¿Usted tiene novia, Beto?, le pregunté otra vez en un atrevimiento que para mí fue como tirarme a una pileta sin agua.
Mi vida pasa por otro lado, me contestó.
Me dejó muda. A un hombre joven como él, debía tener treinta y pico, menos de treinta y cinco ¿cómo no le iban a importar las mujeres? De a poco, como quien no quiere la cosa, en muchos almuerzos, le fui sacando parte de la historia. Debo confesar que fue palabra a palabra, como si estuviera haciendo un pozo en la vida de Beto con un lento tirabuzón. Era el más chico de dieciséis hermanos. Había venido de Tucumán. El padre había trabajado en la zafra la mayor parte de su vida y la madre había criado hijos y después había trabajado de empleada doméstica hasta donde él supo, porque cuando se vino ya no tuvo más contacto con ellos. Él se había venido a los catorce, con un tío, que le había dicho que se podía vivir mejor en la gran ciudad, en esta ciudad junto al Paraná, donde entraban y salían cosas del puerto y adónde mucha gente hacía plata. La vida había sido dura para él. Morochón como era lo discriminaban al toque y el empleo de más jerarquía que pudo conseguir fue de seguridad en La Favorita. Así que un día decidió hacer la suya y empezar a vender cosas por cuenta propia. Al tío lo mataron por meterse en la mala, había dicho Beto sin decir bien qué era la mala.
Y tengo grandes aspiraciones, dijo como en letras mayúsculas, no agregó más nada pero yo supe que tenía que ver con los libros esos que estudiaba. Todo lo que me contó yo ahora lo relato rápidamente pero fueron meses de pequeñas frases, monosílabos a veces, inconclusas ideas, en que me contó toda esa historia. Yo sentía que me iba abriendo el corazón. Y no estaba equivocada. Una noche me dijo que lo acompañara. Nos tomamos un par de colectivos que nos dejaron en medio del campo en Villa Gobernador Galvez. Me dijo en media hora más o menos hay que mirar el horizonte hacia el oeste. Me puso una mano en el hombro. Yo me estremecí. Apoyé mi cabeza en su pecho. Miramos el horizonte y una lluvia de estrellas cayó durante un rato considerable como para terminar de enamorarme si era que ya no estaba enamorada.
Eso es una miríada de estrellas, me dijo. Se ven un par de veces al año. La traje acá porque la luz de la ciudad las hace invisibles.
Caminamos de la mano por el campo y el cielo era hermoso. Le pregunté:
¿Qué es lo que estudia, Beto?
Astronomía, dijo y noté que me apretó un poco más fuerte la mano.
¿Y eso qué es, Beto?
Es la ley de las estrellas, dijo, es lo que estudiaron Newton, Copérnico, Kepler, Galileo, Einstein.
¿Y eso para qué sirve?
Me apretó otra vez la mano.
Es un secreto, dijo.
Después me soltó la mano. Dijo algo sobre volver, sobre caminar hacia donde conseguiríamos un colectivo que nos llevara de regreso. Me habló de la pensión, que estaba pensando en buscar otro lugar, más tranquilo, dijo. Y después habló bastante sobre otras cosas como si quisiera hacerme olvidar lo que me había dicho. Tuve miedo de haberla embarrado con mis preguntas pero yo quería saber más.

Una noche lo seguí en una de sus salidas nocturnas. Yo iba de árbol en árbol, a unos cincuenta metros de él, que ni siquiera sospechó que yo lo seguía. De tanto caminar por Pellegrini y después por Oroño llegamos al parque de diversiones. Quedé asombrada. Me mezclé entre la gente y lo vi subirse al gusano loco unas cinco veces, a la vuelta al mundo otras cinco veces, a unas navecitas que subían y bajaban unas cuantas veces más y después anduvo un buen rato en la montaña rusa. Yo no entendía nada. Un tipo como él haciendo estas chiquilinadas. Antes de que me descubriera y mientras lo veía tomarse una coca cola me pegué la vuelta con la verdad en la mano.

Otra noche volví a invitarlo a comer. Hice pollo al horno con papas. Comió con avidez. Yo soy de las mujeres que creen que al hombre se lo conquista por el estómago y lo estaba logrando. Casi siempre todo era silencio. En un momento le dije que me contara algo de astronomía.
Hay unas estrellas que se llaman gemelas. Una gira alrededor de la otra. La más grande le chupa la energía a la más pequeña y finalmente termina devorándola, contó Beto. Yo pensé que esa era una metáfora de nuestra relación. Yo giraba en torno a Beto y esperaba ansiosamente que me devorara. Me levanté y lo abracé desde atrás. Él me agarró de las manos con cierta ternura. Me acarició. Yo lo acaricié. Ámeme, Beto, le dije. Él me agarró del cuello, con una mano me arrancó la ropa, yo arranqué la de él, nos aferramos en abrazos desesperados y me poseyó y entró todo en mí y yo me sentí plena y extasiada. Fue brutal. Me encantó. Me trató como a un pedazo de trapo. Terminamos los dos desnudos y agitados, boca arriba en mi cama. Yo estaba más ansiosa por saber de él ahora.
¿Para que estudia astronomía, Beto?
Se levantó y se vistió. Yo me quedé esperando la respuesta. Se sentó a la mesa y se tomó un vaso de agua.
¿Para qué estudia tantos cálculos, Beto? Usted debe ser un hombre muy inteligente.
Estudio física, química, matemáticas, mecánica cuántica, y muchas otras cosas más.
¿Para qué?
Me miró feo.
Porque voy a ser astronauta, dijo, como si me dijera que era homosexual o algo así, y miró el piso.
¡Astronauta!¿Cómo es eso, Beto?
Me estoy preparando para ser astronauta.
¿Y el parque de diversiones?
¡¿Cómo sabe usted de eso?! exclamó casi en un grito.
Lo seguí.
¡¿Por qué me siguió?!¡¿Cómo se atrevió?!
Sentí que la había embarrado pero ya nada me importaba.
Lo seguí porque lo amo, Beto. Quiero conocerlo. Quiero saber sus secretos. Sus sueños. Qué cosas grandes se propone.
Beto pareció relajarse un poco, lo noté mirando de un lado a otro, respiró profundo y largó:
Voy al parque de diversiones para entrenar mi cuerpo en aceleraciones, velocidades, cambios bruscos de dirección, caídas, todo lo que un astronauta necesita para sobrevivir en el espacio.
¡Beto! ja ja
Se puso todo colorado.
¿De qué se ríe? Voy a ser un astronauta, tengo que estar preparado, seré un orgullo, el orgullo de mi pobre familia, de mi país, su orgullo tal vez. Necesito estudiar mucho y entrenarme, después rendiré un examen en la NASA y viajaré al espacio.
Volví a reír aunque supe que me estaba equivocando, pero ya estaba yo cayendo en picada arrastrada por mis propias tentaciones.
Beto, eso que dice es incoherente.
¿Cómo se atreve?, dijo y de un salto se puso de pie.
Beto, abandone todas esas ideas disparatadas y cásese conmigo.
Me volvió a agarrar del cuello. Estaba todo colorado, sudado, con la mirada perdida, desesperado. Me empezó a golpear. Sin piedad. Me dio la cabeza contra el respaldar de la cama y me desmayé. Me enteré después de que me salvaron unos vecinos que escucharon el escándalo y lo detuvieron a Beto y llamaron a la policía. Yo estuve internada en terapia intensiva al borde de la muerte por un hematoma en la cabeza. A Beto lo condenaron a cuatro años de prisión por intento de homicidio.

Ya recuperada me sentí culpable. ¿Quién era yo para meterme en el medio de sus sueños? Lo fui a ver a la prisión. Me atendió. Le pregunté cómo estaba. Permaneció en silencio por un rato largo hasta que me dijo: usted me hizo un favor, acá estoy tranquilo, tengo tiempo de sobra para estudiar, estoy al máximo de mis posibilidades, puedo teorizar sobre relatividad sin ningún problema, sé calcular la órbita de cualquier planeta, me dieron cuatro años, cuatro años no es nada, es tiempo, es oro puro, me prepararé hasta ser un experto, tengo techo y comida asegurada, cuando salga rendiré en la NASA y por fin seré astronauta.




Texto agregado el 22-11-2025, y leído por 2 visitantes. (0 votos)


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