Daniel se había pasado toda la tarde preocupado. Le angustiaba que su nueva amiga enfrentara consecuencias por romper las reglas de su cultura. Esperaba que alguien viniera a reprocharle el haberle mostrado el libro a la joven. Tenía varios discursos preparados, pero ninguno parecía útil. En el fondo, creía que ese día sería su final y que lo enviarían a la ciudad.
Caminaba de un lado a otro en la segunda planta, mirando por la ventana con desesperación. Ya entrada la noche, el hambre lo atacó, así que comenzó a bajar hacia la cafetería.
Al entrar, notó a algunos jinetes desconocidos sentados. Marla servía la mesa, mientras Paul estaba en la cocina. Daniel se sentó solo, en una mesa con dos sillas vacías. Marla se acercó, le puso un plato delante y se sentó a su lado. Se secó el sudor con un paño.
—¿Dónde te metiste muchacho? Siempre estás haciendo algo —le dijo ella.
Daniel hizo una pausa para tragar su comida.
—Estaba en casa, tenía cosas que hacer.
Marla acercó su silla, bajando la voz como si no quisiera que nadie más la oyera.
—No me trates como boba. Te vi caminando con esa chica, y luego entraron a tu casa. ¿Estás loco? Te pueden matar.
Daniel dejó de comer. Miró a Marla con decepción, pero algo lo empujaba a hablar.
—Estoy preocupado. No sé si la castigaron. Todo por mi culpa... Usted tal vez podría averiguar por mí.
Ella lo miró, disgustada.
—Esa gente no te culpará a ti, culparán a ella. La pueden condenar. Aunque, claro, la muchacha también tiene la culpa. No debió entrar. Pensé que iba por ropa o algo, pero la vi salir tarde de tu casa.
—Se entretuvo con un libro —respondió Daniel.
—Ah, claro. Esos son guiados por las bibliotecas, se la pasan leyendo. Seguro te estaba leyendo la palabra de Dios.
Daniel guardó silencio. Marla lo observó, sospechando algo.
—¿Verdad?
—El libro es mío. Es una historia —confesó Daniel.
Marla se tapó la boca.
—¡Es como mirar esos carteles con fotos de mujeres de la vida! Pero la culpa sigue siendo de ella. Y tú... tú eres un idiota Daniel. Seguro vendrá una multitud a quemarte.
—¿Tanto así?
—Paul una vez me dijo que esta gente es más severa que las leyes de Moisés.
—Es mi culpa... Será mejor que me vaya. Mañana temprano me iré de aquí.
—Eso sería buena señal... si logras irte sin castigo.
—Bueno... que así sea.
Daniel observó a las personas entrar y salir. Marla se dio cuenta.
—Están llegando de los ranchos de los alrededores. Aprovechan para comer y luego seguir con sus deberes. Por lo que veo, Paul tenía razón.
—¿Algún Amish? —preguntó Daniel.
—Por ahora no, pero el consultorio del doctor atraerá a varios. Como tu amiga.
Daniel terminó de comer y se levantó. Marla lo mira seria.
—Un consejo Daniel: no te pierdas en tus sueños. A veces nos atrapan, el tiempo pasa, y quedamos en una situación que ya es muy tarde para cambiar.
Daniel le sonrió con frialdad y salió de la cafetería. Al llegar a su casa, notó que había luz encendida. Se sintió decepcionado y asustado. Comenzó a caminar con la mente llena de argumentos para defenderse.
Al entrar, vio a Palermo sentado en la plataforma con un libro negro en las manos.
—Tú... ¿qué haces aquí, bestia salvaje? —exclamó Daniel,
Palermo estaba sorprendido. Miraba hacia todos lados menos a Daniel.
Daniel se acercó.
—Todavía tengo el apeste de todo lo que tiraste. Incluso, tengo el mal sabor en la boca.
—¡El libro! Toma. Tu libro negro. Acusan. —dijo Palermo.
Daniel, furioso, le arrebató el libro y lo miró. Luego se lo devolvió.
—Este libro no es mío. No me interesa. Tengo mi propia Biblia.
Daniel se aleja, pero Palermo lo sigue, desesperado, empujándole el libro en la espalda.
—¡Libro! Toma libro negro.
Daniel se giró, sorprendido.
—Palermo, una vez más, ese libro no es mío. Devuélvelo a su dueño.
Palermo comenzó a dar saltos rebeldes detrás de él. El sonido de los golpes se sentía en el suelo. Daniel se sujetó de uno de los bancos.
—¡Libroo, toma libro! ¡Pedazo de idiota!
Daniel abrió los ojos, impactado por el insulto. Se acercó.
—Escúchame, terremoto móvil.
Tomó su verdadero libro del banco y lo alzó.
—Este es mi libro.
Palermo lo miró como hipnotizado, con ternura. Extendió la mano, y Daniel se lo entregó. Palermo comenzó a acariciarlo como si fuera un gato.
—Sí, libro. Este es mi libro. Ahora entiendes... cerebro torcido.
Pero de pronto, Palermo empezó a llevárselo a la boca. Daniel, horrorizado, intentó quitárselo, pero Palermo comenzó a correr por los bancos mientras intentaba comérselo.
—¡Palermo! ¡Saca el libro, no es comida, idiota!
Daniel se le montó encima, intentando quitárselo. Palermo lo arrojó y el libro resbaló hasta quedar bajo los primeros bancos.
Daniel, furioso, buscó el otro libro y se lo puso en el pecho.
—Por última vez vaca sin frenos... este no es mi libro.
En ese momento, Gerónimo entra. Daniel se sorprende.
Gerónimo sonrió.
—¿Acaso estaban jugando? A Palermo le gustan los juegos... ¿verdad amigo?
Palermo no lo mira, pero se rie solo.
—Daniel, hijo, disculpa por venir a esta hora. Mi gente es muy cuidadosa. Mi vecino me dijo que su hija fue testigo de un libro antiguo de nuestra cultura que le mostraste.
Daniel abrió la boca para explicar, pero Gerónimo siguió hablando.
—Según el Padre Marcos, él te lo había entregado para que aprendieras nuestras enseñanzas. Su hija quedó encantada con el libro, y quiere saber si puede tomarlo prestado.
Daniel, confundido, reaccionó rápido. Le quitó el libro a Palermo.
—Sí, claro. Este es mi libro. Se aprende mucho... muy bueno.
Gerónimo lo toma, comenzó a hojearlo y sonrió.
—Por Dios, Daniel, este libro es antiguo. Estoy seguro de que tiene muchos años. Son de los sabios de antes. El Padre Marcos debió tenerlo guardado. Seguro era una sorpresa para mí.
Daniel se inventó algo al instante.
—Sí, era una sorpresa que quería enseñarte cuando tuviera tiempo. El padre lo tenía guardado para usted.
Gerónimo rió brevemente, aún asombrado.
—Gracias por prestármelo. No te prometo devolvértelo pronto. Mi gente adoran estas clases de sorpresas..
Geronimo Sale, y desde afuera llamó a Palermo.
—¡Vamos!
Palermo se quedó parado, mirando a Daniel como si no lo hubiesen llamado. Pasaron unos segundos, y por fin habló:
—¿Tu libro?
—Sí, mi libro —respondió Daniel sin pensarlo y con vergüenza.
—Pedazo de idiota. Palermo le dice.
Palermo salió corriendo tras Gerónimo, con pasos desordenados. |