La primera vez que escuché al Cuco no fue de niño.
Fue de grande.
Tenía treinta y pico, vivía solo en un apartamento chico en el Cordón, y ya había pasado por todas las tonterías racionales que uno se dice para dormir: que los ruidos son caños, que son muebles que se acomodan, que el vecino de arriba arrastra sillas a las tres de la mañana porque está loco, no porque haya demonios.
Esa noche en particular, Montevideo estaba silenciosa de una forma rara. No es que no hubiera ruido; siempre hay algún ómnibus tardío o una moto sin escape. Pero había un silencio abajo de todo eso. Un silencio como de respiración contenida.
Yo estaba en la cama, de costado, mirando la pared. No podía dormir de dolor de espalda, como casi siempre. Afuera pasaba de vez en cuando un 145, un 169, esas luces amarillas que pintan los techos y se van.
Y entonces lo escuché.
Un rasp suave adentro del placard. No afuera, no en el pasillo. Adentro.
Como si algo con uñas muy largas hubiera apoyado la mano en la madera por dentro y la arrastrara despacio.
Rrrrasp.
Silencio.
Rrrrasp.
Me quedé duro.
Un adulto, ingeniero, con dos postgrados, que había sobrevivido a cortes de luz, paros, crisis y tres hernias discales… y me quedé duro por un ruido en el placard. Uruguay productivo.
No me di vuelta. No encendí la luz. No dije “hola” ni “qué es eso”.
Solo pensé una cosa, clarita, como si otra voz la hubiera puesto en mi cabeza:
“No lo nombres.”
Y claro, cuando uno se dice “no pienses en X”…
Ahí fue que apareció la otra frase, como eco de la infancia:
“Si no te dormís, viene el Cuco…”
Y entonces, por primera vez, me cayó una ficha que tardó décadas:
A mí nunca me dio miedo el Cuco cuando tenía seis años.
Me empezó a dar miedo a los treinta y cinco.
Porque a los seis era cuento.
A los treinta y cinco, era inventario.
De todo lo que te dijeron, de todo lo que repetiste, de todo lo que se quedó pegado en las paredes.
Y en Montevideo, las paredes son finas.
1. La cama baja del Cerrito
Yo crecí en el Cerrito de la Victoria, en una casa larga y fría con techo de chapa, pasillo al fondo y el clásico “cuarto del medio” donde el sol entraba cinco minutos por día, con suerte.
Mi cama estaba abajo. Literalmente: era una cama baja, de esas que casi tocan el piso. Entre el colchón y el mosaico había diez centímetros. Suficiente para que entrara un gato, una pelota… o el Cuco.
Mi abuela vivía con nosotros.
Venía de una generación donde el psicólogo era “el loquero” y la motivación infantil se resolvía con dos herramientas: comida y miedo.
—Tomá la sopa, nene.
—No tengo hambre.
—Bueno, pero el Cuco sí.
La primera vez que nombró al Cuco, yo tendría cinco años.
—¿Quién es el Cuco? —pregunté, obvio.
—Uno que viene cuando los gurises no duermen —dijo, como si hablara de la lluvia—. No le ves la cara, porque vive en los rincones y debajo de las camas. Pero cuando se lleva a uno, ya no vuelve.
Lo dijo tranquila.
Después prendió la novela.
Esa noche tardé una hora en animarme a bajar una pierna de la cama. Sentía el piso abajo, frío, como boca de pozo.
Todos los gurises del barrio teníamos un monstruo asignado. En La Teja era “el Viejo de la Bolsa”. En el Cerro, “la Llorona”. En el Cerrito nos tocó el Cuco.
Ningún adulto sabía describirlo bien.
—Es flaco.
—No, es gordo.
—Tiene capa.
—No, es como una sombra.
—Tiene ojos rojos.
—No, no tiene ojos.
Pero todos coincidían en tres cosas:
No se lo nombra de noche.
Le gustan los gurises que se portan mal.
Vive en “los huecos”.
Los huecos eran un universo: debajo de la cama, el hueco del placard, el hueco del fondo, el hueco del zócalo roto, la doble pared que daba al vecino.
Montevideo es una ciudad llena de huecos.
Mi mejor amigo en ese entonces era el Dani, del fondo. Tenía la casa pegada a la nuestra; sólo nos separaba una medianera con pedazos flojos, por donde pasaban los gatos y, según él, “las almas en tránsito”. (A los nueve ya era esotérico, mirá).
Un día estábamos en el muro, tirando piedritas a la casa de un vecino que nunca estaba, y le pregunté:
—Che, ¿vos le tenés miedo al Cuco?
Dani se encogió de hombros.
—Más o menos.
—¿Cómo más o menos?
—Y… —masticó un pedacito de pan viejo, porque el Dani siempre tenía algo para comer—. Me da miedo si lo nombran los grandes.
—¿Cómo es eso?
—Dice mi tía que el Cuco no es un bicho de verdad. Es como… —buscó una palabra que no le salía—… una cosa que se arma con lo que dicen ellos. Si lo nombran mucho, se junta. Como las pelusas.
La imagen me quedó.
Pelusas de miedo acumulándose en los huecos.
Esa noche, intenté una estrategia racional: bajar con linterna y mirar debajo de la cama.
Encontré medias perdidas, un autito de plástico, una tapa de olla de juguete… y nada más.
Pero cuando apagué la linterna y volví a subir, sentí una cosa rara:
Como si el hueco hubiera exhalado.
Un airecito frío, húmedo, que subió y se metió en la frazada.
El Cerrito, de noche, tiene mil ruidos. El tren a lo lejos, los perros, la radio de AM de algún vecino, alguien gritando “PAAAAAN” desde un carro.
Esa noche, sin embargo, yo sólo escuchaba mi respiración… y algo más, muy bajito:
Un roce, como de uña en pared, detrás del placard.
Rrrrasp.
2. El chico del pasillo
Pasaron los años. Me acostumbré al concepto del Cuco como quien se acostumbra a la humedad en la pared: está, te jode, pero al final vivís con eso.
Hasta que un día, uno del barrio desapareció.
No estoy diciendo que el Cuco se lo llevó. Estoy diciendo que se fue, y la explicación oficial fue “se fue con el padre”, pero nadie vio al padre.
Se llamaba Ezequiel, vivía a dos casas de la esquina.
Tenía once años, flaco, fanático de Nacional, siempre con una pelota bajo el brazo.
El último que lo vio fui yo.
Volvía del supermercado, con bolsas, cruzando el pasillo largo que llevaba al fondo de casa. Ese pasillo era un túnel: paredes altas, techo de chapa, luz apenas.
Y lo vi ahí.
Ezequiel estaba parado en el pasillo, mirando fijo al hueco entre la heladera vieja y un ropero empotrado que teníamos contra la pared.
Era un hueco de veinte centímetros, como mucho. Un espacio oscuro donde se juntaba polvo, arañas… y vaya uno a saber qué más.
—¿Qué hacés acá? —le pregunté—. ¿Te perdiste?
Él ni se inmutó.
Siguió mirando el hueco.
—Mirá que mi abuela te ve y te da un sopapo, eh —insistí, porque las abuelas eran una especie de orden municipal paralela.
Nada.
Me acerqué un poco. Sentí el olor a humedad. Esa mezcla de pared mojada, tierra, ropa guardada demasiado tiempo.
Entonces Ezequiel habló.
Sin mirarme.
—No tenés que decirle por el nombre —susurró.
Se me aflojaron los dedos y casi se me cae una bolsa.
—¿A quién?
—A él.
—¿A quién, bo? —insistí, un poco nervioso.
Silencio.
—Al que vive en el hueco —murmuró—. Si lo nombrás, se sabe.
Se sabe.
No “se entera”. No “viene”.
No. “Se sabe”. Como si esa palabra lo armara.
Yo, creyéndome más valiente de lo que era, solté:
—¿Al Cuco?
En cuanto lo dije, el pasillo pareció hacerse más chico.
Ezequiel, por primera vez, giró un poquito la cabeza hacia mí.
—Vos sos bobo —me dijo, sin insulto, como quien constata un hecho físico.
Después se fue.
Salió por el fondo, cruzó el muro, se perdió en la casa de atrás.
Esa noche no durmió en su casa.
Ni la siguiente.
Ni nunca más.
La versión adulta fue simple: el padre, que vivía en el interior, vino, lo buscó, se fue. No dejó nota, no se despidió de nadie. Fin del comunicado.
Pero yo siempre recordé esa escena en el pasillo.
Cómo miraba el hueco.
Cómo dijo “no lo nombres”.
Y, por sobre todo, cómo se olía distinto el aire en ese pasillo durante semanas: más frío. Más espeso.
Como si algo hubiera pasado… o se hubiera quedado.
3. Cosas que los niños cuentan
Salto adelante.
Muchos años, otras casas, trabajos, amores, campañas electorales, plantones en Tres Cruces, fintech, celulares, Netflix. La vida.
Terminé trabajando, de grande, en algo que no tiene nada que ver con ingeniería ni con mis estudios originales: atención en una línea de orientación para gurises, una especie de “teléfono amigo” infantil que el Estado arma cuando se acuerda que los chicos también se deprimen.
No voy a dar el nombre, pero existe.
Vos llamás, del otro lado hay alguien que escucha.
Escuché de todo: bullying, golpes, hambre, padres ausentes, padres demasiado presentes, drogas, intentos de suicidio, de todo. Montevideo en crudo, sin filtro de Instagram.
Y empecé a notar una cosa.
Cada tanto, entre tantos problemas concretos, aparecía él. Sin nombre.
El primero fue un gurí de La Unión.
—De noche no puedo dormir —me dice.
—¿Por qué?
—Porque está la cosa en el ropero.
¿La cosa?
Empecé a tirar del hilo.
—Contame.
—Es como un hombre flaco, pero no se le ve la cara. Se queda parado adentro del ropero y cuando mamá apaga la luz abre un poco la puerta. Si llamo a mamá, cierra. Si ella prende, no está. Pero yo sé que está.
—¿Y cómo sabés que es un hombre si no le ves la cara?
Silencio.
Un rato.
—Porque respira como hombre —dice—. Como cuando mi padre se duerme en el sillón. Igual. Así.
Media hora después, me llama una nena del Cerro. Otro barrio, otra edad, otra historia familiar.
—En mi casa hay un hueco —me dice.
—Todos los casas tienen huecos —bromeo, automático.
—No, este es distinto. Está entre el mueble de mamá y la pared. Cuando yo era chica, ella me decía que ahí vivía “él”, que si no comía la comida venía y me llevaba.
Y ahora, cuando ella se va a trabajar de noche, yo escucho como que alguien se arrastra adentro.
—¿Te dice algo?
—No habla. Se ríe bajito.
Hubo más.
Un adolescente de Pocitos que juraba que alguien golpeaba desde atrás del espejo del placard cada vez que se peleaba con la madre.
Una nena de Ciudad Vieja que decía que, si dejaba el pie fuera de la cama, sentía dedos fríos que se lo agarraban.
Todos tenían elementos en común: huecos, respiraciones, manos largas, falta de cara.
Nadie decía “Cuco”.
Esa palabra la poníamos los adultos.
Ellos decían “él”, “la cosa”, “el que vive ahí”, “el flaco”, “el de noche”.
Una tarde, después de una guardia particularmente pesada, fui a tomar café con una compañera, Lucía, psicóloga full, esas que cobran por hora lo que yo gano en cuatro.
Le conté, medio en broma:
—Si yo creyera en estas cosas, te diría que el Cuco existe.
Ella se rió.
—La amenaza del Cuco generó generaciones enteras de ansiedad nocturna —dijo—. Eso sí existe.
—No, pero en serio. Conté como ocho gurises en dos meses que describen algo muy parecido. De distintos barrios. Ni se conocen.
Lucía se encogió de hombros.
—Los monstruos se parecen en todos lados. Son más eficientes.
—Pero hay detalles —insistí—. Uno me habló de que lo escucha raspar desde la medianera del edificio. Otro, de un “hombre de la pared del fondo” que solo aparece en casas viejas de techo alto. Uno, del Prado, dijo una cosa que me dejó helado.
—¿Cuál?
—Que si los padres dejan de nombrarlo, se va volviendo chico. Como si se desinflara.
Lucía me miró un poco más seria.
—Eso ya no es sólo proyección —dijo.
—¿Qué es?
—Es tradición oral en tiempo real.
Yo la miré sin entender.
—Alguien, en algún lado, lo está inventando todo el tiempo —explicó—. No basta con una abuela que diga “viene el Cuco”. Tiene que haber adultos que lo sigan usando. El Cuco es como un algoritmo: funciona mientras tenga interacción.
—¿Y si no?
—Si no, se vuelve un cuento viejo, como “el Hombre del Saco”.
Se gasta. Se ríe. Pierde efecto.
Esa noche volví a casa y miré mi placard con otros ojos.
Pensé en mi abuela.
Pensé en Ezequiel.
Pensé en mi madre diciendo “callate, que va a venir el Cuco a llevarte”.
Pensé: “¿y si el algoritmo, en vez de correr en una computadora, corre en las paredes?”
4. El mapa
Los ingenieros tenemos un defecto: cuando algo no cierra, hacemos mapas. Dibujos. Diagramas. Es nuestra manera de no volvernos locos.
Una semana después de esas conversaciones, imprimí un mapa de Montevideo y empecé a marcar las llamadas “raras” de los últimos meses. No las de hambre, ni de violencia física, que estaban lamentablemente por todos lados. Las de “la cosa del ropero”.
Puse un puntito rojo por cada barrio.
Cerrito.
La Unión.
Cerro.
Pocitos.
Ciudad Vieja.
Paso Molino.
Malvín.
No formaban un dibujo claro, no era que marcaban un pentagrama ni nada por el estilo (hubiera sido demasiado hollywoodense para Montevideo). Pero, viéndolo un rato, noté algo: la mayoría eran casas antiguas.
Edificios de antes de los 70, casas largas con pasillo, techos altos, medianeras compartidas.
La gente rara vez llamaba desde un edificio nuevo de Pocitos Nuevo para hablar del Cuco. Desde ahí llamaban por otras cosas.
Los monstruos, parece, prefieren la pared de ladrillo viejo a los paneles de Durlock.
Además, muchas de esas casas estaban cerca de ciertas líneas: viejas cañerías, viejas zanjas, viejas canalizaciones de agua que después taparon y encima construyeron.
Montevideo tiene capas.
Arriba, la ciudad que conocemos.
Abajo, la ciudad que fue.
Y entre medio, un montón de huecos.
Me acordé de algo que había dicho Dani, allá en el Cerrito, apoyado en el muro, con pan en la boca:
“Si lo nombran mucho, se junta.”
¿Qué pasaba si, durante décadas, en todas esas casas viejas, cientos de abuelas habían dicho “te va a llevar el Cuco” mirando al mismo hueco del placard, a la misma oscuridad bajo la cama, al mismo fondo del pasillo?
¿Qué se junta en un lugar que recibe el mismo nombre una y otra vez?
No estoy diciendo que el Cuco sea un ente real, con documento y partida de nacimiento.
Estoy diciendo que, si existe algo como una “forma de miedo”, Montevideo tiene la suya. Y tiene nombre.
Y por las dudas, no lo voy a repetir muchas veces seguidas.
5. Volver al Cerrito
Cuando uno está a punto de hacer una estupidez, el cuerpo avisa.
Yo lo sentí en la noche en que decidí volver a mi casa del Cerrito.
La casa ya no era nuestra. Mi vieja se había ido a un apartamento con ascensor cuando mi abuela murió, porque no estaba para subir escaleras ni para humedades. Esa casa la alquilaron.
Conseguí la dirección buscando en mi memoria y en el padrón. No había misterio: la casa seguía igual, fachada descascarada, rejas bajas, un árbol flaco en la vereda.
Toqué timbre un sábado de tarde, con la excusa preparada.
Me abrió una mujer de unos cuarenta y pico, pelo recogido en colita, buzo de lana gruesa, olor a guiso.
—Buenas, disculpá… —empecé—. Yo vivía acá de chico. En los ochenta. No vengo a vender nada ni a Testigos de Jehová, te lo juro. Quería preguntar si te pasó alguna vez algo raro con la casa.
Prepare la cara de loco que iba a recibir.
En vez de eso, la mujer me miró un segundo y dijo:
—¿Vos sos el hijo de Marta?
Se me aflojaron las rodillas.
—Sí.
—Mi madre vive enfrente, se acuerda de todos —sonrió—. Pasá, pasá.
Entré.
El pasillo seguía igual. Las mismas baldosas gastadas. El mismo techo de chapa. El mismo olor a humedad vieja y comida.
El cuarto donde había sido mi dormitorio ahora era de dos gurises: una nena de seis, un nene de ocho. Los vi de pasada, con el Play encendido.
La mujer se llamaba Laura. Nos sentamos en la cocina, que para mi mente de niño era gigantesca y ahora era apenas un cuadrado digno.
Tomamos mate.
Hablamos de cosas normales: alquiler, arreglo de la azotea, los inviernos fríos, la humedad imposible.
Hasta que lo dije.
—Te va a sonar rarísimo —empecé—, pero… ¿alguna vez tus gurises te hablaron de algo… de alguien… en los huecos? Debajo de la cama, en el ropero, en los pasillos.
Laura dejó la bombilla.
No me miró como loco.
No se rió.
Suspiró.
—El nene —dijo, simple—. Sobre todo el nene.
Se levantó, fue hasta el cuarto, habló algo bajito y volvió con él.
Era flaquito, pelo lacio, ojos grandes. Tenía esa mezcla de timidez y curiosidad de los gurises que saben que los adultos están hablando de ellos.
—Éste es Bruno —dijo Laura—. Contale a… ¿cómo era tu nombre?
—Andrés.
—Contale a Andrés eso que me contaste el otro día.
Bruno me miró, midiendo si yo era de los que creen o de los que se ríen.
—A veces de noche —dijo, bajito—, cuando mami apaga la luz, yo escucho que alguien camina en el pasillo.
Lo normal, pensé. Casas viejas. Madera. Gatos.
—Pero no es como cuando camina mamá —siguió—. Suena más… largo.
—¿Más largo?
—Como si tuviera las piernas muy largas —explicó, buscando la palabra—. Y se queda parado ahí, en el hueco.
Señaló.
Yo sabía exactamente a dónde iba a apuntar.
El hueco entre la heladera y el ropero empotrado.
El mismo que miraba Ezequiel cuando lo vi por última vez.
—¿Lo viste alguna vez? —pregunté, con la boca seca.
Bruno dudó.
—No se ve bien. Es como… —frunció la cara—, como si fuera más sombra que persona.
Apenas dijo “sombra”, el pasillo hizo un pequeño crujido. La casa, respondiendo.
Laura le tocó el hombro.
—Bueno, andá a jugar, mi amor. Después seguimos.
Bruno se fue contento, como si le hubieran sacado un peso por contar.
Nos quedamos solos.
—Lo clásico es que uno diga “es la casa, son ruidos, estás sugestionado” —dijo Laura, mate en mano—. Y se lo dije. Pero a veces yo también siento cosas. No quiero que me salga el religioso de adentro, pero esto tiene cosa rara.
—¿Alguna vez les hablaste del…? —no dije el nombre.
—¿Del qué?
—Del hombre que viene cuando no se portan bien.
Laura se rió, incómoda.
—Y… alguna vez se lo dije —admitió—. Viste que te sale. Que el Cu… —frenó.
Nos miramos.
No fue chiste.
En el pasillo, algo rrrraspó.
Muy despacio.
6. Pasar la noche
Podría haber sido prudente.
Podría haber tomado ese mate, hacer un par de chistes sobre fantasmas, abrazar la nostalgia de mi viejo cuarto y volverme al Cordón.
No lo hice.
Le pedí a Laura, un poco en joda y un poco en serio:
—¿Te puedo pedir una cosa rarísima?
—Probá —dijo.
—¿Me dejás dormir una noche en mi pieza? —solté—. Quiero ver si escucho lo mismo que escuchaba de chico. Si me vuelvo loco, me voy al psiquiatra, lo prometo.
Laura se quedó en silencio un rato, midiendo.
Al final, se encogió de hombros.
—Peor que mi hermano que viene a dormir la mona en el sofá no vas a ser —dijo—. Si no te molesta una cama marinera, dale.
Y ahí estaba yo, cuarenta años y pico, durmiendo en una cama cucheta en el Cerrito, con paredes que conocían mis pesadillas mejor que ningún terapeuta.
Esa noche, el barrio sonaba igual que en mi infancia.
El tren, más lejos.
Algún perro.
Una radio.
Un partido murmurando desde un televisor ajeno.
Bruno se había ido a dormir a la pieza de la madre “para dejarte el cuarto”. En realidad, porque le daba cosa. Yo lo entendía.
Apagué la luz.
No encendí el celular.
No prendí velita ni hice protección mística.
Solo me quedé en la oscuridad, acostado, mirando el techo.
Los primeros minutos fueron normales.
La madera crujiendo, el viento pegando en la chapa.
Después empezó.
Un pasito.
Otro.
No sobre mi cabeza. No en la pieza.
En el pasillo.
Ese pasadizo largo era como una flauta enorme por donde el mínimo ruido se amplificaba.
Los pasos eran lentos. No arrastrados, no en punta.
Normales, pero largos.
Como si alguien con piernas demasiado largas tuviera que acomodar el paso al espacio.
Se detuvieron justo frente a la puerta de la pieza.
Yo la había dejado entornada, a propósito.
El hueco entre la puerta y el marco se oscureció un poco. Sí, ya sé: estaba oscuro. Pero hay “oscuro normal” y “oscuro con algo adentro”.
Este era el segundo.
No se escuchaba respiración.
Nada.
Yo sí respiraba, y bastante.
La columna empezó a protestar. No por el miedo, por la posición. Pero en ese momento todo se mezclaba: dolor físico y miedo viejo.
En la oscuridad, algo levemente más oscuro se recortó en la abertura de la puerta.
Alto.
Muy alto para el pasillo. Como si tocara el techo.
Tuve una sensación rarísima: no de “presencia externa”, sino de devolución.
Como cuando gritás en la Rambla y el eco rebota en los edificios.
Era como estar viendo una sombra hecha de todos los miedos que habían pasado por ese pasillo.
Y entonces habló.
No con voz de ultratumba.
Con voz normal.
La voz de un hombre cualquiera, mezclada con un dejo de eco de muchas voces, una encima de otra.
—No es para vos —dijo.
Yo, que había preparado mil discursos heroicos, me quedé sin guion.
—¿Qué cosa? —pregunté, la voz finita.
—La amenaza —dijo—. No es para vos.
Silencio.
—Ya no sos gurí.
—Lo sé.
—Y ya casi no te nombran. —Un paso, imperceptible, hacia adentro de la pieza—. Vos ya no me servís.
La sinceridad brutal del comentario me dio una bronca absurda.
—¿Entonces para qué venís? —espeté—. ¿A qué venís, a ver si tengo miedo igual?
La sombra pareció inclinar la cabeza.
—Vengo a ver si vos seguís haciéndome el trabajo —dijo.
—¿Qué trabajo?
—De nombrarme.
La idea me pegó como cachetada.
Me vi a mí mismo, hacía años, en una reunión familiar, diciéndole en chiste a un sobrino “ojo que viene el Cuco” para que comiera.
Me vi repitiendo sin querer las mismas frases que mi abuela.
Me vi usando la misma amenaza pobre, gastada.
—Cuanto más me nombran —siguió—, más grande soy. Más fácil es que el hueco me alcance. Y acá me nombraron mucho. Vos sabés.
Y ahí entendí algo que no me gustó nada:
Que yo no era “víctima” de nada.
Era parte del circuito.
—Ezequiel —escapé, sin pensarlo—. ¿Te lo llevaste vos?
La sombra no contestó de inmediato.
El silencio en la pieza se hizo espeso.
—Yo no salgo a buscar —dijo, al final—. Yo estoy. Ustedes me empujan.
—¿Cómo que los empujamos?
—Los padres —aclaró—. Las abuelas. “Te va a llevar el Cuco si no venís”. “Te voy a dar al Cuco si seguís llorando”. “El Cuco vive ahí, en ese hueco, no te acerques.”
—Una pausa—. Los gurises no son bobos. Saben dónde está el hueco prohibido. Saben por dónde se van.
Un pozo se abrió en el pecho.
—Ezequiel estaba lleno de bronca con medio mundo —siguió la voz, amablemente cruel—. Y sabía que en este pasillo había “alguien que lo venía a buscar si no se portaba bien”. ¿Qué pensás que hizo un día que nadie lo miró?
No lloré.
No es que sea valiente. Es que el miedo me secó todo.
No supe qué contestar.
La sombra se movió apenas, acercándose un poco más al borde de la cama. Yo no lo veía claro, pero lo sentía: un frío que no era de temperatura, sino de ausencia.
—El problema —dijo— es que ya casi no creen en mí.
Lo dijo con resignación de funcionario público a punto de ser reemplazado por una app.
—Ahora amenazan con otras cosas —siguió—. Que si no se portan bien les sacan el celular. Que si no se duermen les cortan el WiFi. Que hay hombres peores ahí afuera. Políticos, narcos, policías, vecinos. Yo ya no soy el monstruo más eficiente.
Hubiera sido gracioso, si no fuera trágico.
—¿Y qué querés? —pregunté—. ¿Que te haga marketing?
La sombra se rió.
Sí, se rió. Un sonido bajo, seco.
—Quiero saber si vas a seguir dando mi nombre a cambio de que los gurises te hagan caso —dijo—. O si vas a tener que inventarte algo vos.
Y ahí, sin pensarlo demasiado, dije la frase que me salió del hígado:
—No pienso usar más tu nombre para asustar a nadie.
La sombra se quedó quieta.
—Eso dicen todos cuando crecen —dijo—. Después tienen hijos, sobrinos, alumnos… y se les escapa.
—No —insistí—. Esta vez no.
Hubo un silencio que no era humano ni monstruoso.
Era arquitectónico.
Las paredes parecían escuchar.
—Probemos —dijo la voz—. Te voy a dejar un rato.
—¿A dónde te vas?
—A donde haya huecos y un nombre que me sirva —respondió—. Mientras me nombren, en algún lado voy a estar.
Y en esa frase, casi mundana, se me ocurrió una idea ridícula pero lógica:
—¿Y si te cambio el nombre?
La sombra pareció inclinar la cabeza.
—¿Cómo?
—Si el problema es el nombre —dije, sintiendo que estaba rindiendo un examen raro—, ¿qué pasa si se lo cambio? Si en lugar de “Cu…” —me frené—, si en lugar de eso, te llamo de otra manera. Una que no les dé tanto miedo. Una que te achique.
No respondió enseguida.
En la calle ladró un perro.
—No podés cambiar un nombre que no es tuyo —dijo, al fin—. Ustedes lo inventaron.
—Entonces puedo —insistí—. Porque si lo inventamos, lo podemos desinventar. O deformar.
La sombra dio un paso atrás. Era la primera vez, desde que la percibía, que parecía… retroceder.
—¿Qué nombre me pondrías? —preguntó.
No sé de dónde salió, pero lo dije:
—Hueco.
Sí. Eso.
—Hueco.
La palabra cayó en el aire como un ladrillo.
Nada de “Cuco”, con toda su carga cultural, sus cuentos, sus canciones de cuna deformadas. No.
Hueco.
Un agujero.
Un vacío.
Nada.
La sombra se estremeció.
No de dolor, no de rabia.
De… desperfilamiento.
—No suena a alguien —dijo—. Suena a nada.
—Exacto —dije—. Porque eso sos. Nada. Un espacio entre cosas. Lo demás lo pone la cabeza.
Silencio.
Sentí que la presión en el pecho aflojaba.
Que el aire entraba un poco mejor.
La forma oscura pareció alargarse, como estirarse, pero en vez de ganar tamaño, se fue adelgazando.
Como si se desinflara de a poco.
—Si dejan de usar mi nombre —dijo, con voz más lejana—, me vuelvo recuerdo. Y los recuerdos no sacan gurises de las camas.
—Exacto.
—¿Y si no lo hacen?
—Yo no manejo Montevideo —admití—. Pero arranco por casa.
La sombra se encogió.
—No soy el único monstruo de esta ciudad —dijo—. Vas a necesitar todos los nombres que puedas inventar para ellos.
—Ya tengo suficientes —respondí.
Entonces pasó algo físico.
La puerta del cuarto se cerró sola, despacio.
Lo que quedaba de esa presencia se replegó hacia el pasillo.
El crujido de la madera se volvió simple crujido.
Y por primera vez, en años, me quedé dormido en esa casa sin imaginar manos saliendo de los huecos.
Dormí de corrido, de corrido en serio, de esos sueños sin imágenes, solo descanso.
A la mañana, cuando me desperté, la espalda seguía doliendo (no hace milagros, tampoco), pero había otra cosa distinta: el aire.
El pasillo olía solo a humedad.
No a promesa.
Laura me miró tomar mate en la cocina como si quisiera preguntarme algo y no se animara.
—¿Y? —dijo, al final—. ¿Escuchaste algo?
La miré.
Podría haberle dicho “nada, todo bien”. Dejarla tranquila y listo.
Pero pensé en Bruno. Pensé en Ezequiel. Pensé en los gurises que me llamaban a la línea para contarme lo que sus padres no querían escuchar.
—Escuché que sería bueno que no les vuelvas a nombrar más al Cu… —me frené—. Al hombre del hueco.
Laura se rió.
—Cuesta —admitió—. Te salió fácil.
—Se nos escapa —dije—. Pero cada vez que lo decimos, es como si dejáramos la puerta entreabierta.
—Bueno —levantó la bombilla—. Cerrémosla.
Bruno apareció en la puerta, despeinado.
—¿Vos te fuiste en la noche? —me preguntó.
—No —respondí—. Estuve acá.
—Ah —dijo—. Porque no lo sentí caminar.
Y se fue a buscar cereales. Como si nada.
No fue una prueba científica.
No es un exorcismo.
Pero a veces las estadísticas empiezan con un solo dato.
7. Lo que vino después
Volví al Cordón distinto.
No más valiente, no más iluminado. Solo con una decisión:
No volver a usar ese nombre para controlar a nadie.
Y en mi trabajo, empecé a hacer algo pequeño y tonto: cuando un gurí me decía “la cosa del ropero”, no le metía yo la palabra. No le decía “ah, el Cu… este”.
Lo dejaba en “la cosa”.
Le hacía preguntas concretas: dónde, cuándo, cómo, con quién, qué sentís. No “cómo se llama”.
Con los padres, cuando llamaban —porque algunos llamaban, preocupados—, les proponía algo práctico:
—Más allá de lo que crea cada uno, lo que podemos hacer es no sumarle nombre propio a lo que el gurí siente. Porque el nombre es como ponerle logo. Después se reproduce solo.
La mayoría se reía.
Algunos decían:
—Yo le decía lo mismo cuando chico y acá estoy, entero.
Y yo pensaba: “Entero, entero, tampoco, maestro, mirá la ansiedad que manejás”, pero no lo decía.
Un par, sin embargo, entendieron.
Una madre de La Teja vino un día hasta la oficina, con su hija, y me dijo:
—Dejé de decirle “va a venir el Cu…” —se mordió la lengua—. Y empecé a decirle la verdad: que si no se mete en la cama, mañana va a andar hecha bolsa en la escuela. Se enoja, pero duerme mejor.
A veces el monstruo es solo que te mandan a dormir sin cerrar el capítulo de la serie.
Otra cosa cambió: yo mismo.
Ese ruido en el placard de mi apartamento en el Cordón volvió un par de veces.
El rrrrasp.
Ya no me recitaba “no lo nombres”.
Ahora me decía otra cosa:
“Es un hueco. Nada más.”
Me di vuelta, prendí la luz, abrí la puerta.
Encontré lo esperable: perchas mal colgadas, una caja contra la pared, la madera trabajando. No vi ninguna sombra parada, ninguna silueta larga.
No sentí respiración ajena.
El miedo, igual, tarda en irse. No se evapora porque uno le cambie el nombre a las cosas.
Pero algo se aflojó.
No porque haya “vencido” al Cuco en ninguna batalla épica, sino porque entendí el truco:
Se alimenta de palabras.
Y yo hablo mucho.
8. Epílogo: el nuevo monstruo
Un par de años después de todo esto, estaba en la Rambla de Montevideo, a la altura de Parque Rodó, tomando mate y haciendo lo que hace todo el mundo ahí: mirar el agua como si la vida tuviera más sentido de ese lado.
Al costado había una familia: madre, padre, dos gurises.
El gurí más chico corría cerca del muro, como siempre. La madre, nerviosa, cada dos minutos:
—¡Te vas a caer, nene! ¡Vení para acá!
Hasta ahí, normal.
En un momento, el padre, sin pensar, suelta:
—Si no venís, te voy a sacar el celu.
Silencio.
Y agrega, casi instintivo:
—O va a venir el Cu…
Se frenó.
Yo lo miré, automático.
Él me vio mirarlo.
Hubo ese microsegundo de complicidad entre adultos que se sorprenden a sí mismos repitiendo cosas de sus padres.
Se corrigió:
—Va a venir… tu madre y se va a enojar —remató, improvisando.
La madre le pegó un codazo.
Los gurises ni bola.
Yo me reí solo.
Porque entendí algo simple: el monstruo nuevo ya estaba claro.
No vivía en los huecos ni en los roperos.
Vivía en las pantallas, en los chats, en las fotos que no desaparecen, en los “challenge” idiotas de TikTok, en los grupos de WhatsApp de padres.
Ese monstruo no necesitaba que lo asustaran. Se vendía solo.
Capaz dentro de veinte años, algún gurí va a escribir un cuento sobre “el del algoritmo”, el que aparece cuando abrís ciertas cosas de noche, el que se alimenta de tus likes.
Y capaz alguien como yo, ya viejo, sentado en esta misma Rambla, va a pensar:
“Habría que dejar de nombrarlo tanto.”
No sé si el Cuco —ese viejo residuo de miedo rural importado a la ciudad— sigue en algún hueco de Montevideo, flaco, esperando que alguien vuelva a usar su nombre.
Capaz sí.
Capaz está jubilado.
Lo único que sé, por experiencia propia, es esto:
Los monstruos más exitosos no son los que tienen garras, ni capa, ni ojos rojos.
Son los que te convencen de que sirven para educar.
Cada vez que un adulto usa el miedo para hacer que un gurí obedezca, en algún hueco de alguna casa, algo se estira, sonríe en la oscuridad… y toma nota.
Y Montevideo, con sus paredes finas y sus casas viejas, guarda esas notas mejor que cualquier disco duro.
Yo, por mi parte, cuando un gurí no me hace caso, ya tengo mi frase preferida.
—Si no te apurás —le digo—, vas a llegar tarde.
Y cuando me miran esperando el remate, agrego, sin monstruos:
—Y la maestra te va a retar. Y tu viejo va a putear. Y te vas a quedar sin recreo. Todo eso ya es bastante terror, ¿no te parece?
A veces funciona.
A veces no.
Pero por lo menos, si alguna noche escucho de nuevo un rrrrasp en el placard, voy a poder decir con cierta tranquilidad:
—Conmigo no contés, Cu…
Me corrijo solo, incluso en la cabeza.
—Conmigo no contés, hueco.
Y el hueco, aburrido, se queda siendo lo que siempre fue.
Un espacio vacío, esperando que lo rellenen con otra cosa.
Una frazada guardada.
Una caja de fotos.
O, con un poco de suerte, silencio. |