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El hombre de los caños

La primera vez que Julio escuchó el ruido, pensó que eran ratas.
Tenía diez años, era 1986, y Montevideo olía a lluvia vieja, tabaco barato y leche hervida en las cocinas de los apartamentos.

Vivía con su madre en un edificio de tres pisos en el Cordón, a dos cuadras de 18 de Julio. Fachada descascarada, portero eléctrico que funcionaba cuando quería y una escalera angosta de mármol gastado, con una baranda que hacía un “clac” particular cada vez que alguien la golpeaba con el codo.

El ruido venía del baño.

No era la típica vibración de las cañerías cuando alguien abría la ducha en otro apartamento. No eran golpes, ni agua corriendo. Era… como un arrastre. Un sonido húmedo, pegajoso, como si algo largo y pesado se deslizara por el interior de los caños, buscando un lugar más cómodo donde acomodarse.

Shhhhhhh…
Shhhhhh…
Clac.

Julio estaba sentado en el water, con los pantalones en los tobillos y la puerta apenas entreabierta. Miraba el piso de mosaico frío y sentía el aire ligeramente más helado que en el resto de la casa.

—Má… —dijo, sin levantar demasiado la voz.

No obtuvo respuesta. Su madre estaba en la cocina, con la radio a todo lo que daba, escuchando a Silvio Rodríguez en un casete que ya sonaba gastado. Afuera, algún colectivo frenaba de golpe y soltaba ese suspiro de aire comprimido que parecía siempre un quejido.

El ruido siguió.

Esta vez no venía de la pared del fondo, ni de la cisterna vieja del inodoro, sino del desagüe de la ducha. Julio levantó la vista. La cortina de baño, con estampado de flores azules que ya habían perdido la mitad del color, se movió apenas, aunque no había viento.

Un escalofrío le subió por la espalda.

La rejilla del piso vibró.

Primero un temblor mínimo, casi imperceptible. Luego, un tic-tic-tic, como si algo duro —¿uñas? ¿articulaciones?— se rozara con el metal desde abajo.

Julio contuvo la respiración.

La rejilla se levantó un milímetro, lo justo para que se filtrara un olor que jamás había sentido antes. No era olor a cloaca, ni a jabón, ni a humedad.

Era algo más… vivo.

Como carne guardada demasiado tiempo. Como ropa mojada que nadie colgó al sol.

—Má— repitió, apenas más fuerte.

Entonces lo vio.

Primero, dos dedos.

No manos completas. Dos dedos largos, anormalmente largos, finos y pálidos, que se deslizaron entre las rendijas de la rejilla como si fueran lombrices humanas buscando aire. Las falanges parecían más numerosas de lo normal, con nudillos que se marcaban como pequeñas bolas duras bajo la piel amarillenta.

Las uñas eran rectangulares, demasiado lisas, casi translúcidas.

Los dedos tantearon el borde de la rejilla, probando, buscando apoyo. Luego se doblaron hacia arriba con una facilidad que rompía cualquier lógica de huesos.

Julio dejó escapar un gemido ahogado.

Los dedos se estiraron un poco más, y por un segundo acortado por el terror, a Julio le pareció que estaban olfateando. Como si pudieran sentir el calor de su cuerpo, su respiración apurada, el temblor de sus piernas.

Entonces, la puerta del baño se abrió de golpe.

—Julio, ¿vos estás bien? —la voz de su madre lo arrancó del trance.

El chico dio un respingo. Los dedos desaparecieron hacia abajo con un tirón seco. La rejilla volvió a su lugar con un golpecito leve, casi amable.

Shup.

Cuando la madre de Julio entró, el baño parecía normal. Frío, sí. Un poco más oscuro que antes. Pero normal.

—Estás blanco, nene. ¿Te sentís mal? —preguntó, apoyándole la mano en la frente.

Julio quería decir que no, que no estaba enfermo, que había algo horrible en las cañerías. Pero las palabras se le quedaron trabadas en la garganta.

Porque decirlo en voz alta lo volvía real. Lo hacía existir.

—Me mareé un poco —mintió al final.

Su madre asintió, acostumbrada a los mareos de un niño que no desayunaba como ella quería.

—Tomate un vaso de leche luego. Y apurate, que tengo que lavar la ropa.

Cuando ella salió, Julio miró de reojo la rejilla. Seguía en su lugar. Impecable. Inofensiva.

Pero él ya sabía que algo la había tocado desde abajo.
Algo que no era una rata.


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1. El cuaderno de 1986

Treinta años después, Julio todavía se acordaba de esos dedos.

No porque los hubiera visto muchas veces —de hecho, apenas los vio un par de veces en su vida—, sino porque todo lo que vino después se ancló alrededor de esa imagen. Como si su memoria hubiera clavado un alfiler en esa escena y a partir de allí hubiera construido una telaraña de recuerdos pegajosos.

En 2016, Julio tenía cuarenta años, una hija adolescente, una esposa que lo quería pero que ya estaba cansada de verlo dormir mal, y un inicio de calvicie que él disimulaba con ironía.

Vivían en el Parque Rodó, en un apartamento luminoso, con vista parcial al lago y a los árboles. Desde el balcón se veían el castillito, los pedazos del parque de diversiones apagado y, si uno se inclinaba demasiado, un trozo de la rambla.

Julio era profesor de marketing digital, consultor freelance y, según decía bromeando, “un sobreviviente profesional de la década del 80”. No hablaba mucho de su infancia. Cuando lo hacía, siempre esquivaba el edificio del Cordón con chistes o silencios.

Hasta ese martes de junio.

Su hija, Avril, había ido al liceo. Su esposa, en su trabajo. Él tenía la mañana libre. Preparó café, se sentó frente a la notebook para avanzar en una presentación, pero la mente se le fue por otro lado.

La noche anterior había soñado con caños.

No con dedos, no con rejillas, no con baños. Con caños. Largos, curvos y oxidados. Como serpientes de hierro que se metían por dentro de las paredes de la ciudad, conectando edificios, plazas, escuelas, hospitales.

En el sueño, algo se movía adentro.

Algo que despertaba cada treinta años.

Julio cerró la notebook sin guardar el archivo y fue al dormitorio. Abrió el placard, corrió una caja de cables viejos y sacó una caja de cartón marcada con fibron azul: “COSAS ESCUELA”.

Adentro había cuadernos de tapas duras, alfileres de campañas políticas que ya no existían, fotos descoloridas de cumpleaños con gelatina roja y tortas caseras. Sacó un cuaderno de 1986, tapa de Superman apenas rota en la esquina.

Lo abrió.

En la primera página, su letra infantil, grande y desprolija:

“Mi nombre es Julio González y tengo 10 años.”

Pasó varias hojas con dictados, cuentas de matemática y dibujos de robots. Hasta que encontró una página donde algo cambiaba.

La letra estaba más apretada, los renglones inclinados, como si los hubiera escrito rápido y en silencio.

Título: “EL HOMBRE DE LOS CAÑOS”.

Julio sintió que algo se le cerraba en el pecho. No se acordaba de haber escrito eso, pero al mismo tiempo… claro que se acordaba. Reconocía cada palabra antes de leerla.

> “Mamá dice que en las cañerías hay ratas, pero yo vi dedos. Largos. No eran ratas.
El hombre de los caños vive adentro de las paredes. Se mueve cuando todos duermen. Se estira y se hace finito. Puede meterse por la rejilla o por los agujeros de los enchufes.
El hombre de los caños tiene hambre, pero no siempre. Se despierta cuando pasan muchos años. Creo que son treinta.
Se lleva a los niños que nadie extraña tanto, pero igual hay gente que los llora.
Si lo mirás a los ojos, no te olvidás nunca más.”



Julio tragó saliva.

Siguió leyendo.

> “Mi amigo Martín dice que son cosas mías. Que no hay nadie en los caños. Pero él no vio lo que yo vi.
A veces en el edificio se escuchan cosas. Gritos bajito. Como si alguien gritara desde muy lejos, adentro de los caños.
El encargado dice que es el agua que golpea las paredes cuando cierran la llave. Pero yo sé que no.
El hombre de los caños va a volver.
Capaz que cuando yo sea grande.”



El corazón de Julio latía más rápido de lo razonable para alguien que solo estaba leyendo un cuaderno viejo.

Cerró el cuaderno.

Fue a la cocina. Puso la mano sobre la pileta. El metal estaba frío.

Abrió la canilla. Escuchó el agua correr. Todo normal.

La cerró.

Silencio.

Hasta que, en ese silencio, escuchó algo más.

Shhhhhh…
Shhhhhh…

El mismo arrastre de hacía treinta años. Y, finalmente, muy suave, como una broma cruel del pasado:

Clac.

Un pequeño golpe metálico en alguna parte de la cañería. Muy lejos, muy hondo.

Pero ahí.

Julio apoyó ambas manos en el borde de la pileta. Por primera vez en mucho tiempo, sintió que quizás no se había inventado nada. Que no había sido imaginación de un niño asustado.

Que algo había quedado esperando en los caños de Montevideo.

Y ese algo acababa de moverse otra vez.


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2. 1986: Martín

En 1986, Julio tenía un mejor amigo: Martín, el del tercer piso.

Martín era un año mayor, un poco más alto y con una colección de revistas Patoruzito que guardaba como si fueran tesoros de otro mundo. Jugaban en el pasillo del edificio, en las escaleras, y a veces en la azotea cuando el encargado no estaba.

La azotea era un mundo aparte: tanque de agua gigantesco, cables cruzando el cielo como telarañas negras, antenas de televisión apuntando a todos lados, como si cada una buscara una señal distinta del universo.

Un sábado de invierno, el cielo estaba nublado y Montevideo había amanecido con esa mezcla de gris y marrón que dejaba la lluvia sobre las fachadas. Los adultos hablaban de la vuelta a la democracia, de los militares, de cosas que a los niños no les importaban demasiado. Ellos pensaban en figuritas, fútbol y videojuegos que casi nunca podían jugar.

Ese día, Julio y Martín estaban en el pasillo, frente a la puerta del apartamento 2B, jugando con una pelota desinflada.

—¿Sabés que mi padre dice que en este edificio se murió alguien en los caños hace años? —dijo Martín, sin levantar demasiado la mirada.

Julio se quedó quieto.

—¿Cómo “en los caños”?

—Bah, no sé —Martín hizo rebotar la pelota contra la puerta—. Dice que antes había otro encargado, que se emborrachaba. Y que un día lo encontraron muerto en el sótano, cerca de las cañerías grandes. Como que se había quedado atrapado ahí.

—Eso no podía pasar —dijo Julio automáticamente, pero la imagen ya estaba plantada—. Los caños son angostos. No entra una persona.

—Capaz que se cayó y se rompió la cabeza contra un caño, no sé —Martín se encogió de hombros—. Igual dice también que cuando pasa mucho tiempo sin que se rompa nada, hay que avisar, porque es raro.

—¿Por qué raro?

Martín se acercó un poco más. Había algo en su voz que Julio no le había escuchado antes.

—Porque los caños siempre se rompen, ¿no? Siempre pierden, gotean, algo… Si pasan muchos años sin que pase nada, es porque algo está… quieto. Pero no para siempre.

Julio sintió un nudo en el estómago.

—Vos sabés algo —le dijo—. Contame.

Martín dudó. Miró hacia la escalera, asegurándose de que nadie escuchara. El pasillo olía a guiso y a desinfectante.

—Anoche escuché algo en el baño —admitió—. Como pasos. Pero no en el piso, en la pared. Como si alguien caminara adentro de la pared. Te juro.

Julio sintió que el corazón se le aceleraba.

—Yo vi los dedos —confesó, de golpe, como si sacara algo que llevaba semanas a presión—. En la rejilla de la ducha.

Martín lo miró con una mezcla de incredulidad y necesidad de creerle.

—¿En serio?

Julio asintió.

—Se movían… y olía raro. No era agua sucia. Era otra cosa.

Martín quedó en silencio un rato.

—Mi padre dice que hay cosas que vuelven cada treinta años —dijo al final—. No me explicó mucho. Pero me mostró un recorte de diario.

Metió la mano en el bolsillo de su campera. Sacó un papel doblado en cuatro, amarillento, con tinta corrida.

Se lo dio a Julio.

Era un recorte de un diario viejo, de los años 50 por el estilo de las tipografías. El titular decía:

“EXTRAÑAS DESAPARICIONES EN EL CORDÓN: INVESTIGAN RED DE CLOACAS”.

Debajo, la foto en blanco y negro de un grupo de hombres con mamelucos y cascos, frente a una boca de tormenta abierta.

Julio leyó por encima:
“familias preocupadas”, “dos niños desaparecidos”, “última vez vistos jugando en la vereda”, “opera como si se los hubiera tragado la tierra”.

—Mi padre dice que fue en esta misma manzana —dijo Martín.

—Pero esto es viejo —respondió Julio, mirando la fecha. 1956.

Martín asintió.

—Treinta años.

Los dos se miraron en silencio.

Desde el fondo del edificio, como un suspiro largo, se escuchó el sonido de un caño vibrando.

No demasiado fuerte. Lo justo para recordarle a todos que la ciudad estaba hecha de cosas que no se veían. Que por debajo de las veredas habían caminos que no estaban en ningún mapa.


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3. 2016: Noticias viejas, ruidos nuevos

Julio volvió al living con el recorte de diario en la cabeza, aunque el de Martín había existido solo en 1986.

En términos prácticos, no tenía ese papel. Pero sí tenía la memoria de haberlo leído. De lo que decía. De cómo la palabra “CLOACAS” en mayúsculas se había quedado pegada a su cerebro como un grafiti que nunca nadie borró.

Abrió la notebook de nuevo, pero esta vez no para seguir su presentación.

Entró a la hemeroteca digital de un diario montevideano. Escribió: “desapariciones 1956 Cordón niños”. Filtró por años.

El corazón se le aceleró cuando lo vio.

El mismo titular. No exactamente igual, claro, otra maquetación, otra foto escaneada. Pero ahí estaba:

“EXTRAÑAS DESAPARICIONES EN EL CORDÓN: INVESTIGAN RED DE CLOACAS”

Julio hizo clic.

Leyó.

Dos niños. Varones. 8 y 9 años. Vistos por última vez en la esquina de Martín C. Martínez y Colonia. Una vecina declaró haber escuchado “gritos apagados” esa tarde, que creyó que venían de algún apartamento. La policía investigó posibles secuestros, pero en un momento el artículo mencionaba algo más:

> “Un funcionario de OSE, que prefirió no ser identificado, sugirió revisar con más detalle la red de cloacas de la zona, alegando que en días previos se habían reportado ruidos inusuales en las cañerías por parte de varios vecinos. Sin embargo, hasta el cierre de esta edición, no se ha encontrado ninguna evidencia en ese sentido.”



Julio se recostó en la silla.

1956. Treinta años antes de 1986.



Desaparecieron niños. Ruidos en las cañerías.

Abrió una nueva pestaña.

Escribió: “desapariciones Cordón niños 1986”.

Tardó un poco más en encontrar algo. Un recorte escaneado, una noticia perdida en las páginas interiores de un diario.

“ADOLESCENTE DESAPARECE EN EL CORDÓN”.

La nota hablaba de un chico de 13 años, Luis Machado, desaparecido una tarde de junio de 1986. Lo habían visto por última vez saliendo de su casa, en un edificio viejo de tres pisos en la misma manzana de la noticia del 56.

—No —susurró Julio—. No, no jodas…

Amplió la foto en blanco y negro que acompañaba la nota. La imagen estaba borrosa, pero se veía la fachada de un edificio que conocía demasiado bien: ese balcón con rejas ligeramente torcidas, ese portón de madera pesada… aunque los años lo hubieran cambiado, era el mismo.

Su edificio.

El de su infancia.

Se quedó inmóvil frente a la pantalla.

Treinta años.
1956, 1986… y ahora 2016.

Miró el reloj en la esquina de la notebook, como si el sistema operativo pudiera confirmar sus peores sospechas.

Sonó su celular.

Pegó un salto. El corazón casi se le sale del pecho.

Era su esposa.

—¿Hola?

—Che, ¿vos estás bien? —preguntó ella, sin rodeos—. Te noto raro desde ayer.

Julio dudó. Podía decirle que sí, que era estrés, que estaba preparando una clase complicada. O podía decir la verdad, que estaba leyendo noticias viejas sobre desapariciones y fantasmas de cañerías que quizás no eran tan fantasmas.

—Tuve un sueño feo —optó por un medio camino—. De esos viejos. De cuando era chico en el Cordón.

Ella hizo un breve silencio, ese silencio que hacía cada vez que él mencionaba el edificio.

—Lo de siempre… —dijo—. Los ruidos, ¿no?

Julio apretó los labios.

—Sí.

—Capaz tendrías que hablarlo con alguien, Julio. Un terapeuta, no sé…

—Estoy hablando con alguien —dijo él, mirando la pantalla—. Con el pasado.

Ella suspiró.

—Sólo no te encierres con eso, ¿sí? A las seis paso por Avril y volvemos los dos. Hacemos algo rico para comer.

—Dale.

Cortó.

Julio se quedó mirando la foto del edificio en la pantalla.

El cursor titilaba sobre el texto.

Podía cerrar la notebook, tirarse en el sillón, prender Netflix y seguir con su vida. Dejar que el “hombre de los caños” se quedara como una historia rara de su infancia.

Pero then, desde el baño, llegó un sonido muy definido.

Clac.

Como si la rejilla de la ducha se hubiera movido sola, apenas.

Julio tragó saliva.

Se levantó. Caminó despacio hacia el baño, sintiéndose ridículo, pero incapaz de ignorar el impulso.

Empujó la puerta. Entró.

La luz del techo parpadeó dos veces antes de quedarse fija.

La rejilla estaba en su lugar. La cortina de baño, quieta.

Se agachó.

Acercó la cara a la rejilla. El olor era normal. Humedad de baño, restos de jabón.

—No hay nada —murmuró, más para sí que para el universo.

Y entonces, como si la ciudad hubiera estado esperando justo ese momento para contestarle, algo le devolvió el susurro desde muy abajo, desde una profundidad que no se medía en metros sino en años.

“Julio…”

No fue un ruido, no fue viento en las cañerías.

Fue su nombre.

Dicho con una voz seca, comprimida, como filtrada a través de metros y metros de hierro y barro.

Julio se levantó de golpe, tropezó con el borde de la alfombra y salió del baño con el corazón golpeándole las costillas.

El hombre de los caños sabía su nombre.


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4. 1986: La última vez que vio a Martín

Martín desapareció una tarde de julio.

No fue algo cinematográfico. No hubo sirenas al principio, ni patrulleros, ni luces. Solo una ausencia que primero fue un “capaz que se entretuvo en la calle” y que, con el paso de las horas, se volvió un agujero negro en el edificio.

Ese día, Julio volvió del liceo —era de los más chicos de primer año— y encontró a la madre de Martín en el rellano, con el delantal todavía puesto y las manos manchadas de harina. Tenía la cara blanca, demasiado blanca, incluso para el invierno.

—¿No lo viste a Martín, Julio? —le preguntó, con una voz que ya empezaba a quebrarse.

—No, señora. Yo salí temprano —respondió él.

Ella miró escaleras arriba, como si el hijo pudiera aparecer de un momento a otro bajando corriendo.

—No aparece —murmuró—. Salió a llevar la basura y… no volvió.

Julio sintió un frío distinto al de la calle colarsele dentro del pecho.

—¿Hace cuánto?

—Una hora. Capaz que está con algún amigo, ¿no? —dijo ella, casi pidiendo que él le mintiera.

—Capaz —respondió él, pero sus tripas ya sabían que no.

En el contenedor de basura de la esquina, la bolsa marrón de la familia de Martín estaba bien atada y acomodada. El encargado lo dijo después, como dato inútil.

“Él tiró la basura, eso seguro. Después… quién sabe.”

Esa noche, el edificio entero escuchó ruidos en las cañerías. Golpes, arrastres, vibraciones.

El encargado, nervioso, bajó al sótano más de una vez. Volvió diciendo:

—Debe haber aire en los caños. O se está por tapar algo.

Julio se encerró en el baño y apagó la luz.

Se quedó a oscuras, sentado en el piso frío, cerca de la rejilla. Quería escuchar.

Y escuchó.

Primero un murmullo lejano. Luego, algo que se parecía mucho a un llanto, pero ahogado, comprimido. Como si fuera la memoria de un llanto, más que el sonido mismo.

Se acercó más.

Y juraría que, entre todo ese ruido, escuchó una palabra que lo persiguió años:

“Juli…”

No llegó a ser un “Julio” completo. Fue un intento cortado, estrangulado por la falta de aire.

Martín no volvió.

La policía fue, tomó declaraciones, recorrió los alrededores. Dijeron que capaz se había ido con el padre, que estaba separado, que había peleas en la casa. Dijeron muchas cosas que sonaban a excusa.

Nadie revisó las cañerías.

Nadie quiso bajar demasiado a donde la ciudad guardaba sus cosas.


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5. 2016: Montevideo por debajo

Julio empezó a obsesionarse.

Durante días, cada momento libre lo dedicó a buscar cosas sobre la red de cañerías, alcantarillas y cloacas de Montevideo. Descubrió que había planos viejos, de los años 30, donde los dibujos parecían más laberintos de pesadilla que diseños de ingeniería.

Encontró, en un foro olvidado, comentarios de gente que decía escuchar “cosas raras” en los desagües después de lluvias fuertes. Ruidos que no parecían agua arrastrando basura, sino otra cosa.

Una noche, después de que Avril se durmiera y su esposa se pusiera a ver una serie, Julio se quedó en la cocina mirando la pileta. No la pileta como objeto, sino lo que representaba.

Era una boca.

Una de miles.

—¿En qué estás pensando? —preguntó su esposa, apoyada en el marco de la puerta.

Julio dudó. Miró la rejilla redonda del desagüe.

—En que Montevideo es una cabeza llena de venas —dijo al final—. Y en que capaz hay algo moviéndose por ahí abajo, que cada tantos años sube a comerse un par de neuronas.

Ella lo miró con esa mezcla de cariño y alarma que uno reserva para las personas que ama y que empiezan a decir cosas raras.

—Eso es muy metafórico para esta hora —bromeó—. Vení, acostate. Mañana tenés clase temprano.

Julio fue. Pero cuando se acostó, se quedó escuchando. No la calle, no los autos en la rambla, no el lejano ruido del parque. Escuchó las paredes.

La casa vieja donde vivían tenía un sistema de cañerías antiguo. A veces vibraban cuando el vecino de arriba se bañaba. Pero esa noche, los ruidos eran más sutiles.

Un “tic” aquí, un “clac” allá. Como si algo fuera probando anillos de metal, verificando conexiones, tanteando por dónde subir.

Se durmió tarde.

Y soñó.

En el sueño, estaba de nuevo en el edificio del Cordón, pero todo estaba húmedo. Las paredes, el piso, el techo. Como si el edificio estuviera sumergido en agua y él caminara por un barco hundido. Cada puerta goteaba. Cada escalón chorreaba.

Llegaba al baño y la rejilla estaba completamente levantada.

Del agujero salían dedos. No solo dos. Docenas. Como una flor blanca de dedos largos y delgados, abriéndose hacia él.

Del centro de esa flor se asomaba un rostro.

No era deforme. No como un monstruo de película. Al contrario: era demasiado… correcto. Pálido, sin arrugas, sin marcas. Como una cara que alguien hubiera dibujado con reglas, sin dejar espacio para la imperfección.

Los ojos, sin embargo, eran profundos. Grises. No tenían brillo, pero tenían intención.

—Treinta años —decía esa boca perfecta, y de sus labios salían gotitas de agua marrón—. Treinta años para digerir. Treinta años para tener hambre de nuevo.

Julio se despertó con la garganta seca y la certeza absurda de que no tenía que ir a un psicólogo, sino a un plomero.

O a los dos.

Al día siguiente, tomó una decisión que venía evitando desde que se mudó al Parque Rodó:

Volver al edificio del Cordón.


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6. El edificio

Fue un sábado de tarde.

Había un viento amable, de esos que mueven las bolsas de plástico en la vereda como si fueran animales tímidos. Montevideo estaba lo suficientemente vacía como para que las calles parecieran más anchas.

Julio bajó en un ómnibus en la esquina de siempre. El 456 lo había traído casi en automático, como tantas otras veces años atrás, en otras vidas.

Cuando vio el edificio, lo primero que pensó fue que se había achicado.

O él se había agrandado. Pero algo había cambiado en la escala.

La fachada estaba más descascarada. El portón de madera, que en su infancia parecía indestructible, tenía la pintura saltada y una mancha de humedad que se extendía desde abajo como una lengua oscura.

El timbre tenía botones nuevos, otros viejos, nombres desconocidos, algunos escritos a mano con birome azul.

Se quedó parado un momento en la vereda, sintiendo una mezcla rara de nostalgia y nausea.

Una señora mayor salió en ese momento, con una bolsa del supermercado en la mano. Lo miró con desconfianza leve, como quien mira a cualquiera parado frente a su edificio.

—Disculpe —dijo Julio—. Yo vivía acá de chico. En el segundo piso. ¿Sigue habiendo alguien de antes?

La señora lo volvió a mirar con más atención.

—¿De antes cuándo?

—De los 80.

Ella soltó una risita seca.

—Los 80… —repitió, como si fueran otra era—. Quedó alguno, sí. El encargado. El viejo Núñez. Aunque ya no es encargado, está medio de adorno. Vive ahí atrás.

Señaló, con un gesto de cabeza, hacia el interior del edificio.

—¿Puedo… pasar un momento? —preguntó Julio—. Me gustaría verlo. Y ver el… edificio.

Ella dudó un segundo, pero finalmente le sostuvo la puerta con el hombro.

—Mientras no me venga con ventas raras ni evangelios, pase.

El olor lo golpeó apenas cruzó el umbral.

No era el mismo que recordaba —nada lo es, nunca—, pero tenía ecos del pasado: mezcla de humedad, comida, desinfectante barato y ese aroma indefinible de gente viviendo muy cerca unos de otros.

Subió un escalón. Tocó la baranda. El “clac” característico seguía ahí.

Por un momento, tuvo diez años de nuevo.

La señora golpeó en una puertita lateral, cerca del palier.

—¿Núñez? Lo buscan.

Unos segundos después, se abrió la puerta. Apareció un hombre muy mayor, con el pelo blanco, escaso, y la piel llena de manchas de edad. Julio tardó un poco en reconocerlo. No porque hubiera cambiado mucho —aunque lo había hecho—, sino porque en su mente el encargado era una figura enorme, casi mítica.

—¿Sí? —dijo el viejo, con la voz áspera.

—Hola, don Núñez… —empezó Julio, sintiéndose idiota por el tono infantil que se le escapaba—. Yo vivía acá, cuando era chico. En el 2A. Soy Julio. Julio González.

El viejo lo miró largo rato. Entornó los ojos, como si buscara al niño dentro del hombre.

—La madre soltera, ¿no? —dijo al fin—. La que siempre estaba cagándote a pedos porque dejabas los juguetes en la escalera.

Julio sonrió sin querer.

—Esa misma.

Núñez asintió.

—Te estiraste —comentó, con una lógica aplastante.

—Un poco —Julio miró hacia la escalera—. ¿Puedo subir un momento? Solo para… ver.

El viejo tardó unos segundos en contestar.

—Mientras no rompas nada —dijo—. Mirá que ahora todo es más frágil. Como uno.

Julio subió la escalera despacio.

Cada piso le devolvía ecos.

En el primero, una puerta pintada de verde con un adhesivo de Peñarol. En el segundo, el lugar donde había jugado con Martín. En el tercero, el apartamento donde Martín vivía.

Se detuvo frente a la puerta del que había sido su hogar. Ahora tenía otro número, otro color, otra cerradura. Pero la forma era la misma.

No iba a golpear. ¿Qué iba a decir? “Hola, viví acá hace treinta años y creo que hay un monstruo en las cañerías de esta ciudad”.

En lugar de eso, fue al final del pasillo, donde estaba el baño común que, en su época, se usaba cuando el otro se rompía.

La puerta seguía ahí. Y, sorprendentemente, estaba entreabierta.

Empujó con suavidad.

El baño era más pequeño de lo que recordaba. Un espejo con manchas de óxido en los bordes, un lavamanos con un grifo que goteaba, un inodoro viejo. Y, en el piso, la rejilla.

La misma rejilla.

Julio se agachó, como treinta años atrás.

El metal estaba frío.

Apoyó la punta de los dedos.

Shhhhhh…

Muy, muy bajito. Pero lo escuchó.

—Yo sabía que ibas a volver —dijo una voz que no venía del aire, sino de los caños.

No era la voz de un hombre viejo, ni de un niño. Era algo intermedio, sin edad. El sonido era raro: no vibraba en el ambiente, vibraba en sus dedos, como si el metal se lo transmitiera a los huesos.

Julio se obligó a no levantarse, a no salir corriendo.

—¿Quién sos? —preguntó, con la voz más firme de lo que esperaba.

Una risa se filtró, como burbujas de agua sucia subiendo.

—Vos me pusiste nombre —dijo la voz—. ¿No te acordás, Julio? “El hombre de los caños.”

Julio sintió una mezcla de terror y extraña satisfacción. Su miedo infantil había bautizado algo que, al parecer, siempre había estado ahí.

—¿Qué querés? —preguntó.

Hubo un silencio. Luego, la voz respondió, tranquila, sin apuro.

—Lo mismo de siempre —dijo—. Duré treinta años con lo último que me diste. Pero el hambre vuelve. Siempre vuelve.

Julio tragó saliva.

—No te di nada.

—Me diste a Martín —contestó la voz, con una dulzura insoportable—. Me diste sus gritos, su miedo. Me lo dejaste caer justo por donde yo podía alcanzarlo. Fue un regalo hermoso.

Julio sintió el sabor metálico de la culpa en la boca. Sabía que no era literal, que no había tirado a Martín por ningún lado. Pero también sabía que, esa tarde, Martín había salido a tirar la basura solo porque él se había negado a acompañarlo, diciendo que tenía tarea.

—Yo era un niño —susurró.

—Todos lo son —dijo la voz—. Por eso son más ricos.

Julio apretó los dientes.

—No va a pasar otra vez.

La risa se volvió más intensa, vibrando en el metal.

—Ah, Julio… —dijo el hombre de los caños—. Ya está pasando.

Y entonces, desde muy lejos, le llegó otro sonido, filtrado por metros y metros de plomo, hierro y agua.

Un llanto.

No de bebé. De alguien que trataba de no llorar. Con hipos cortados, con respiración entrecortada.

—¿Escuchás? —dijo la voz—. La ciudad está llena de bocas. Solo necesito una.

Julio se levantó de golpe.

Salió del baño casi tambaleando. Bajó la escalera sin despedirse de Núñez. Cuando salió a la calle, el aire frío le pegó en la cara como un balde de agua.

Sacó el celular.

Llamó a su casa.

Nadie atendió.


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7. Avril

Llegó al Parque Rodó en tiempo récord.

No recordaba haber esperado ómnibus, ni haber cruzado calles. Solo sabía que, cuando reaccionó, estaba corriendo por la vereda frente al parque, esquivando gente, con el corazón golpeándole el pecho.

Subió las escaleras de su edificio de dos en dos.

La puerta del apartamento estaba cerrada. La llave entró sin problemas.

—¿Avril? —gritó apenas cruzó.

Silencio.

—¿Avril? ¿Estás acá?

Nada.

Fue al dormitorio de su hija. La cama estaba sin hacer, como siempre, pero vacía. El celular de ella no estaba sobre el escritorio. Capaz se lo había llevado.

—No seas paranoico —se dijo en voz alta, pero la voz le salió más aguda de lo que hubiera querido.

Llamó a su esposa.

—¿Dónde estás? —preguntó, sin siquiera saludar.

—¿En el trabajo? —respondió ella, confundida—. ¿Qué pasa?

—¿Sabés dónde está Avril?

—Está en el liceo, Julio. Te dije que hoy se quedaba un rato más porque tienen ensayo de teatro.

Julio cerró los ojos un segundo, dejando que la ola de alivio lo mojara de golpe.

—Ah… sí. Sí, tenés razón. Me colgué, perdón.

—¿Qué te pasa? Estás… raro.

Él dudó un segundo.

—Después te cuento —dijo—. Pero hoy no dejes que vuelva sola. Por favor. Andá vos o pedí un Uber, lo que sea. Pero que no camine sola. ¿Sí?

Hubo un silencio.

—¿Todo bien con lo del edificio? —preguntó ella, con un tono más serio.

—No —admitió Julio—. Después hablamos. Pero haceme caso con esto.

—Está bien —aceptó ella—. La paso a buscar yo. Vos tratá de respirar.

Cortó.

Julio se quedó parado en el medio del living, mirando las paredes.

En algún punto de abajo, de atrás, de adentro, la ciudad seguía con sus ruidos normales: colectivos pasando, bocinas, alguien que ponía cumbia demasiado fuerte, un perro ladrando.

Pero debajo de todo eso, Julio ahora escuchaba otra cosa.

Como cuando uno se acostumbra al ruido del ventilador y, si éste cambia de tono, lo nota enseguida.

La ciudad estaba… ajustándose.

Como si algo enorme se estirara por las venas de hierro, buscando una salida más cercana. Una boca de tormenta, un desagüe de baño, una rejilla de cocina.

Julio caminó hasta la pileta.

Puso el tapón de goma, cerrando el desagüe.

En el piso del baño, colocó un balde con agua sobre la rejilla.

Así, como si hubiera tapado dos agujeros en un barco que claramente tenía cientos.

—No va a entrar por acá —murmuró.

Desde algún lugar muy hondo, el hombre de los caños soltó una risa cansada.

“¿Te creés importante?” parecía decir esa vibración. “No se trata de vos, Julio. Nunca fue solo vos. Sos solo una casa más en esta ciudad agujereada.”

Y tenía razón.

Montevideo estaba llena de caños.

Casas viejas, galpones, liceos, hospitales, centros comerciales. El monstruo —si es que se podía llamar monstruo a algo tan paciente— tenía más puertas que un sueño.

La pregunta no era si iba a salir.
La pregunta era dónde.


---

8. El mapa

Julio hizo lo único que sabía hacer bien cuando se enfrentaba a algo enorme: buscar patrones.

Extendió sobre la mesa del comedor un plano viejo de Montevideo que había encontrado en Google y luego mandado a imprimir en una copistería. Con un marcador rojo, marcó la manzana del Cordón donde había vivido. Luego, con azul, el Parque Rodó donde vivía ahora.

Buscó en la hemeroteca más casos de desapariciones extrañas, sin explicación clara, en años cercanos a 1926, 1956, 1986. Encontró algunos. No muchos. Los diarios de épocas viejas no siempre registraban todo, y cuando lo hacían, lo hacían con otras palabras.

Marcó puntos.

Uno en Ciudad Vieja, cerca de la rambla, donde en el 26 un niño “se habría ahogado”, aunque nadie vio el cuerpo. Otro en Goes, en los 50. Otro en Malvín, en los 80, con excusas de “fuga del hogar”.

La cosa no era exacta, pero la tendencia estaba.

Cada aproximadamente treinta años, un puñado de chicos desaparecían en distintos puntos de la ciudad, sin explicación sólida.

—No sos un fantasma de mi edificio —murmuró Julio, frente al mapa—. Sos una plaga de la ciudad.

Miró los puntos.

Intentó imaginar cómo se conectaban por debajo.

Si pudiera ver la red de cañerías superpuesta al mapa, vería algo así como un dibujo de venas entrelazadas. Quizás los puntos marcaban lugares donde la criatura —lo que fuera— encontraba salidas más fáciles: caños viejos, rotos, sin mantenimiento.

O quizás respondía a otra lógica que él no alcanzaba a comprender.

En un rincón del plano, Julio escribió con birome, casi como si fuera un título de clase:

“MONTEVIDEO POR DEBAJO”.

Debajo, anotó:

Treinta años entre oleadas.

Siempre después de otoños lluviosos.

Siempre zonas con cañerías viejas.

Siempre niños/ adolescentes.


Se pasó la mano por la cara.

Pensó en ir a la policía. Decirles lo que sabía, lo que había oído.

Imaginó la escena:

“Buenas tardes, vengo a denunciar a una especie de cosa elástica que vive en las cañerías y se come niños cada treinta años.”

No.

Nadie lo iba a tomar en serio.

Ni él mismo se tomaba del todo en serio.

Pero escuchar su nombre en la cañería del edificio del Cordón, leer noticias viejas que coincidían con sus recuerdos, todo se había ido sumando como gotas que, al final, hacían rebalsar la pileta.

El celular vibró.

Un mensaje de su esposa:
“Ya busqué a Avril. Vamos para casa. ¿Querés algo del super?”

Julio respondió:
“Comprá tapones de goma para la pileta y el baño. Los más gruesos que haya. Y cinta aisladora. Mucha.”

Ella contestó con un emoji de cara confundida y un “Ok, loco”.

Julio miró el mapa una vez más.

Tenía que tomar una decisión.

O se encerraba a esperar que pasara —como la ciudad parecía haber hecho, década tras década— o iba hacia el lugar donde todo comenzaba cada vez.

La boca de tormenta.


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9. Donde empieza el hambre

Hay muchas bocas de tormenta en Montevideo. Algunas son discretas, otras parecen pequeñas trampas abiertas en las esquinas.

Julio sabía exactamente cuál buscaba.

De niño, había pasado mil veces por encima de ella. Estaba en la esquina de su edificio del Cordón, frente a una panadería que ahora era un almacén 24 horas. Una boca rectangular, con barro siempre seco en los bordes, como si jamás hubiera tragado agua, aunque él sabía que era mentira.

Volvió de noche.

No le dijo a su familia adónde iba. Solo dejó un papel en la mesa, un acto casi teatral pero que, para su cabeza, le daba una sensación mínima de control.

“Si no vuelvo, no llamen a la policía. No van a poder hacer nada donde voy a estar.”

Sabía que era un exceso, pero también sabía que exagerar era su manera de no explotar.

La ciudad de noche era otra. Los ómnibus seguían pasando, pero más espaciados. Los autos eran menos. Los ruidos se amplificaban.

Cuando se paró frente a la boca de tormenta, sintió algo físico, como un calor leve subiendo desde abajo.

Se agachó.

El olor era una mezcla de barro, agua estancada y algo más… orgánico. No a podrido del todo, sino a algo que se estaba transformando lentamente.

Sacó de su mochila una linterna.

Iluminó hacia adentro.

Vio lo que cualquiera vería: barro, hojas secas, un envoltorio de alfajor, una cucaracha que se escapó de la luz. Pero en el fondo, más allá de donde la linterna alcanzaba, notó un brillo húmedo.

—Te gusta hacerte rogar —murmuró.

—Te gusta sentirte protagonista —respondió la voz, rebotando en las paredes de cemento.

Julio dio un respingo.

—No vine a hablar —dijo—. Vine a escucharte.

Hubo un silencio cortito. Una pausa satisfecha, como la de alguien que se acomoda en una silla antes de contar una historia.

—¿Querés saber qué soy? —preguntó.

—No sé si quiero —admitió Julio—. Pero lo necesito.

La voz pareció sonreír.

—Siempre es lo mismo con ustedes —dijo—. Curiosidad disfrazada de necesidad. Está bien. Tenés derecho. Fuiste buen anfitrión cuando chico.

Julio apretó la linterna con fuerza.

—¿Qué sos? —insistió.

La respuesta no llegó de inmediato. Primero vino un ruido: algo pesado arrastrándose. No en vertical, sino en horizontal. Como si algo se moviera por un túnel, acercándose.

Luego, un sonido húmedo. Un suspiro burbujeante.

—Soy… lo que queda —dijo la voz—. Lo que la ciudad no quiso. Lo que tiró por los desagües, por los inodoros, por las bocas de tormenta. Sé lo que comen, sé lo que enferman, sé lo que cagan. Sé sus secretos químicos, sus debilidades, sus miedos. Estoy hecho de todo eso. Y de ustedes.

Julio tragó saliva.

—¿De nosotros?

—¿Qué creías que pasaba con los que se caían “por accidente”? —rió—. Al principio eran cuerpos. Carne. Pero la carne se pudre. Se mezcla con la mierda, con el agua, con los detergentes. Con el tiempo, una cosa aprende a… organizarse. A estirarse. A buscar. A tener hambre.

Julio sintió que el estómago se le revolvía.

—Una ciudad entera tirando cosas por caños durante décadas —siguió la voz—. ¿De verdad te sorprende que de toda esa sopa no saliera algo nuevo?

Un silencio cargado.

Julio apretó la linterna contra la rejilla.

—¿Y por qué niños?

La voz no dudó.

—Porque todavía están blanditos —dijo—. Todavía no se llenaron de excusas, de capas, de costras. Todavía tienen miedo limpio. La ciudad se lo sacude rápido. Yo lo guardo. Me alimento de ese miedo como otros se alimentan de azúcar. Además… —una pausa, casi juguetona— son más fáciles de meter por los caños.

Julio cerró los ojos un segundo.

—Si nadie te tira nada… —dijo—, ¿vos igual salís a buscar?

—La ciudad siempre tira —contestó el hombre de los caños—. Siempre hay uno que se descuida. Un nene que se asoma demasiado. Una boca de tormenta sin reja. Una tapa mal puesta. No necesito mucho. Un par cada treinta años. No soy goloso.

Julio sintió que la cólera se mezclaba con el miedo.

—¿Y si esta vez no?

La risa fue distinta. Más baja. Casi compasiva.

—Julio… la ciudad está cansada. Yo soy su fiebre. Vos sos uno de sus glóbulos blancos que se cree muy valiente. Pero al final, ¿qué vas a hacer? ¿Tapar todas las bocas de tormenta? ¿Ponerle tapa a cada caño? ¿Adoptar a todos los niños que caminan por veredas rotas?

Julio bajó la linterna.

Tenía razón. La escala del problema era absurda.

Pero había algo que sí podía hacer.

—Podés comer otra cosa —dijo, sin estar del todo seguro de dónde venía la idea, pero sabiendo que era la única carta que tenía.

La ciudad hizo silencio.

—¿Otra cosa? —repitió la voz, curiosa.

Julio respiró hondo.

—A mí.


---

10. El trato

La idea le había cruzado un par de veces por la cabeza esos días, como una sombra. Ahora, frente a la boca de tormenta, tomó forma.

Si lo que la cosa quería era miedo, podía darle miedo. El de un adulto no era “limpio” como el de un niño, pero había algo que los monstruos no siempre entendían: el miedo de un padre por su hijo es una cosa salvaje, afilada, que corta hondo.

—Podés comerme a mí —repitió Julio—. Comerte mi miedo. Comerte mis recuerdos, si querés. Pero no tocás a nadie más. No ahora. No por otros treinta años.

Hubo un silencio largo.

El viento de la noche se colaba por las esquinas.

La voz habló, más baja.

—No funcionás igual —dijo—. Estás lleno de cosas. Culpa, cinismo, resignación. Todo eso amarga. Pero… —se detuvo— tu miedo ahora tiene un sabor interesante.

Julio no se permitió pensar demasiado en lo que estaba diciendo.

—Yo sé quién sos —agregó—. Y vos sabés quién soy yo. Estoy en tu mapa. Soy una de las pocas personas que pueden venir a buscarte. Si me sacás del camino, vas a estar más tranquilo, pero también más expuesto. Capaz otro viene después, con cámaras, con drones, con cosas que no te gustan.

No sabía si era cierto. Pero sonaba convincente. Y eso bastaba.

La criatura pareció dudar.

El agua allá abajo hizo un pequeño oleaje. Un movimiento mínimo que, traducido a la superficie, se sintió como un temblor leve en la vereda.

—Treinta años más… —repitió la voz—. Sin niños.

—Treinta años más —confirmó Julio—. Te doy una vida entera de miedo concentrado. El miedo de un pibe que vio dedos en la rejilla. El miedo de un hombre que no pudo salvar a su amigo. El miedo de un padre que se imagina a su hija caminando sola por la ciudad. Todo eso. Pero después, te volvés a dormir.

La ciudad respiró.

No era un ruido real, medible. Era una sensación: como si las luces de la cuadra parpadearan un instante, como si el aire se hiciera más pesado y luego más liviano.

—Tenés que bajar —dijo al fin el hombre de los caños—. El miedo se come mejor cerca.

Julio miró la boca de tormenta.

Los barrotes eran angostos, sí. Pero no imposibles. Si alguien se dislocaba un hombro, si se esforzaba… podría pasar.

Se rió, sin humor.

—Siempre te gustaron los que se achican, ¿no? —murmuró.

Se sacó la campera. La dejó a un lado.

Metió primero un brazo entre los barrotes. Dolió. El metal raspó la piel. Luego, el otro. Apoyó la cara contra lo frío.

—No seas idiota —se dijo a sí mismo. Pero siguió.

Se estaba por forzar a pasar los hombros cuando escuchó una voz, esta vez no desde abajo, sino desde atrás.

—¡Papá!

Avril.

Julio se giró como pudo. Estaba medio encajado en la boca de tormenta, una imagen ridícula y trágica.

Avril venía corriendo desde la esquina, con la campera abierta y el pelo suelto, la mochila bamboleando en la espalda.

—¿Qué hacés? —gritó—. ¿Te volviste loco?

Detrás de ella, su esposa venía también, agitada, con los ojos grandes.

—¡Julio!

Él los miró, sin saber qué decir.

La voz de la criatura subió como un vapor.

—Ah… —dijo, casi relamiéndose—. Esto cambia las cosas.

Julio sintió un hielo en la espalda.

—No —dijo, hablando hacia abajo—. El trato era conmigo.

—El trato todavía no está cerrado —respondió la voz—. Y de pronto hay… opciones. Ella tiene miedo. El miedo nuevo es delicioso.

Avril se acercó, sin entender del todo, pero percibiendo que algo no estaba bien.

—Papá, salí de ahí —dijo, con la voz firme pero quebradita—. Me estás asustando.

Ahí estaba.

El miedo.

No era el suyo. Era el de ella. Y él se dio cuenta con una claridad brutal de algo: si seguía, si se dejaba tragar por la ciudad frente a su hija, iba a convertir ese momento en la raíz de todos los miedos de Avril para el resto de su vida.

No solo alimentaría al monstruo. Lo haría fuerte por décadas.

El hombre de los caños rió bajito, entendiendo.

—Puedo comer dos por uno —susurró—. Tu sacrificio y su miedo. Es un banquete.

Julio cerró los ojos.

Respiró hondo.

Y decidió que, por primera vez en esa relación enferma, iba a hacer algo que el monstruo no esperaba.

Se empezó a sacar.

En vez de empujar hacia adentro, se esforzó hacia afuera. Sus hombros protestaron. El metal cortó. Su esposa corrió a ayudarlo, tirando de él.

Con un último tirón, salió de la boca de tormenta y cayó de espaldas en la vereda, jadeando.

Avril se le tiró encima, abrazándolo con fuerza.

—Sos un boludo —le dijo, entre lágrimas—. Un boludo total.

Él rió, medio llorando también.

—Sí —admitió—. Pero soy tu boludo, ¿no?

Ella resopló.

La voz de la criatura sonó, más lejos ahora, más fría.

—Cobarde —dijo—. No tenés agallas.

Julio se incorporó, con ayuda.

Miró la rejilla.

—No —dijo, aún con el pecho agitado—. Lo que no tengo es permiso. De ella.

Señaló a Avril.

La criatura no contestó de inmediato. Se había acostumbrado a jugar con gente sola. Con niños que la ciudad no miraba demasiado. Con adultos cansados.

Con familias, la cosa cambiaba.

—Treinta años pasan rápido —dijo al fin, como una amenaza perezosa—. Ella va a tener hijos. Los hijos de ella van a caminar por estas veredas. ¿Creés que podés tapar todo eso?

Julio se levantó del todo.

—No —dijo—. Pero puedo enseñarles a mirar las rejillas.

La frase, absurda en cualquier otra conversación, tenía ahí un peso raro.

—Puedo contarles que la ciudad guarda cosas —siguió—. Que no se asomen a cualquier agujero, que no vayan solos a tirar la basura. Que si sienten que algo los mira desde adentro de los caños, se vayan. Puedo hacer ruido. Mucho ruido. Es lo único que no te gusta. Vos vivís del silencio, ¿no?

La criatura emitió un sonido que no era ni risa ni gruñido. Algo intermedio.

—Las historias se gastan —dijo—. Se vuelven chistes. Creepypastas. Nadie les cree.

Julio sonrió, con la boca rota en la comisura.

—Algunos sí —dijo—. Y con que un par miren para otro lado en el momento justo, ya te jodí la cena.

El silencio que siguió no fue de derrota, pero tampoco de victoria.

Era otra cosa.

Era… un empate.

—Nos vemos —susurró al final el hombre de los caños—. En treinta años. Si la ciudad no me inventa algo mejor antes.

El aire se enfrió de golpe.

La sensación de presencia se retiró, como marea que baja lenta.

Julio, su esposa y Avril se quedaron unos segundos mirando la boca de tormenta, como si esperaran que surgiera algo. Pero no pasó nada.

Solo el ruido de un ómnibus que doblaba la esquina, el ladrido de un perro, una moto que pasaba demasiado rápido.


---

11. Epílogo: Cuentos para no dormir

Esa noche, en el apartamento del Parque Rodó, la cena fue silenciosa.

Después de que Avril se durmiera, la esposa de Julio lo sentó en el sillón y le pidió, sin rodeos:

—Ahora me explicás todo.

Él lo hizo.

No con todos los detalles —no le habló de la sopa de mierda y cuerpos, por ejemplo—, pero sí lo suficiente como para que ella entendiera que lo que lo perseguía no era solo un trauma infantil, sino algo que la ciudad no había terminado de digerir.

Ella escuchó.

No se rió.

No lo mandó al psiquiatra.

Solo se quedó un rato callada y luego dijo:

—Capaz que no importa tanto si es verdad o no —murmuró—. Importa lo que hacemos con esto.

—¿Cómo qué?

Ella lo miró.

—Contar la historia —respondió—. A Avril, a tus alumnos, a quien se cruce. Usá eso que hacés vos de hablar frente a todos y convencerlos de gastar plata en cursos —sonrió apenas—. Convencelos de que la ciudad tiene cosas que tragan gente distraída. Que miren los caños, las veredas rotas, las bocas de tormenta abiertas. Capaz alguna vez, por recordarte, alguien se salva.

Julio pensó en el mapa, en los puntos rojos y azules.

Pensó en Martín.

—No voy a poder salvar a todos —dijo.

—Nunca pudiste —respondió ella—. Pero capaz salvás a uno. Y a veces uno es un universo entero.

Esa frase se le quedó clavada a Julio.

Semanas después, en una de sus clases en la facultad, mientras hablaba de “ecosistemas digitales” y “estructuras invisibles de la ciudad conectada”, se encontró haciendo una analogía extraña.

—Las redes por debajo de nuestras ciudades —dijo, caminando frente a los alumnos— son como las redes que no vemos en internet. Caños, cables, servidores, datos… Todo eso que no se ve, pero que sostiene la vida cotidiana. Y, como en toda estructura oculta, si no la miramos, si la ignoramos, pasan cosas. Se meten… cosas.

Los estudiantes rieron, pensando que era una metáfora más.

Julio sonrió con ellos.

Pero en una de las últimas filas, una chica levantó la mano.

—Profe —dijo—. ¿Usted cree que de verdad hay cosas… raras… en la ciudad? Mi abuela siempre me dijo que no me asomara a las bocas de tormenta porque “te mira algo desde ahí”.

Julio se quedó un segundo en silencio.

Luego respondió:

—Yo creo —dijo, despacio— que la ciudad recuerda todo lo que le hacemos. Lo que tiramos, lo que enterramos, lo que queremos olvidar. Y a veces, eso que olvidamos vuelve por debajo. Así que, sí. Hagan caso a las abuelas. No se asomen tanto a los agujeros.

La clase volvió a reír.

La chica, sin embargo, tomó nota de esa frase con una seriedad que él no pasó por alto.

Esa noche, al volver a su casa, Julio entró al baño, miró la rejilla y, por costumbre, apoyó la punta de los dedos.

Nada.

Silencio.

Pero el silencio ya no era el mismo que antes. Ahora sabía que, en algún lugar hondo, la ciudad había escuchado algo nuevo: ruido. Historias. Gente hablando de sus agujeros.

Los monstruos, pensó Julio, no desaparecen porque los ignoremos.

A veces se debilitan porque les prendemos la luz.

Se miró al espejo.

Tenía más canas.

Alguien que no lo conociera vería a un tipo de cuarenta años y algo, cansado pero entero. Nadie pensaría que, de chico, había bautizado a un monstruo.

Sonrió.

—Treinta años, ¿eh? —susurró, como si hablara con el desagüe—. Nos vemos viejo. Si es que llegás.

Apagó la luz.

Desde muy, muy lejos, en algún tramo oscuro de algún caño que cruzaba la ciudad, algo se movió apenas, incómodo.

No porque tuviera hambre.

Sino porque, por primera vez desde que había nacido del barro y los restos de una ciudad descuidada, alguien le había dado algo que no sabía digerir del todo:

Un límite.

Y una historia que no controlaba él.

Julio se acostó junto a su esposa. Oyó la respiración tranquila de Avril en el cuarto de al lado.

Cerró los ojos.

Sabía que aún había peligro. Que ninguna conversación iba a tapar todas las bocas de tormenta. Que dentro de treinta años habría otros chicos, otros padres, otras culpas.

Pero también sabía algo que antes no sabía:

Que los monstruos de los caños le tenían un poco más de miedo a la gente que habla de ellos que a los plomeros.

Y Montevideo, esa ciudad llena de agujeros, había empezado a murmurar su nombre.

No el de Julio.

El del otro.

“El hombre de los caños…”

Y a veces, los monstruos se achican, no porque no puedan estirarse, sino porque de pronto se saben vistos.

Y nadie, ni siquiera lo que vive debajo de las veredas, se siente igual cuando sabe que lo están mirando.

Texto agregado el 21-11-2025, y leído por 13 visitantes. (0 votos)


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