La mañana que subí al ómnibus de la muerte estaba helada, pero eso no fue lo raro.
Yo ya conocía el frío de Montevideo a las siete de la mañana: ese que se te mete por las costillas, se instala entre las vértebras y parece que te las soplara una por una, como si alguien revisara una colección vieja.
Con tres hernias discales a cuestas, créeme que sé de lo que hablo.
Hacía meses que iba a hidroterapia. Tres veces por semana, religiosamente. Era mi ritual para seguir funcionando: agua tibia, ejercicios suaves, fisioterapeuta con cara de que ya lo había visto todo.
Nada de eso tenía nada de sobrenatural.
Hasta esa mañana.
1. Calle Colón, 7:00 AM
Ciudad Vieja a esa hora tiene una vibra rara. No es el caos del mediodía ni la soledad de la noche. Es como si el barrio estuviera despertando de mala gana.
Los almacenes con las persianas a medio subir, olor a café viejo mezclado con pan caliente, algún borracho atrasado volviendo a su casa, un taxista fumando dentro del auto para no morirse de frío.
Yo estaba parado en la parada de Colón, con la toalla y el short de baño en la mochila, la espalda protestando como siempre, las manos metidas en los bolsillos.
Cuando vi doblar el ómnibus, no pensé nada extraño.
Un coche más, blanco y azul, con las letras de la empresa mal pintadas, como siempre. Luces encendidas. Cartel luminoso con el número y el destino. Normalidad total.
Hasta que abrió la puerta.
Tenés que entender algo de mí: no soy paranoico. He tenido dolores, sí. Miedos, también. Pero siempre he sido bastante racional.
La puerta se abrió con el típico suspiro de aire.
Subí el primer escalón. Y ahí lo supe.
Algo no estaba bien.
2. El chófer y el guarda
El chófer miraba al frente.
No es raro que un chófer mire al frente, claro. Si está manejando, mejor.
Pero éste no solo miraba: estaba clavado.
Los ojos fijos en un punto que yo no podía ver, la cara rígida, la mandíbula apretada. No parpadeaba. Ni siquiera cuando el aire frío del exterior entró por la puerta abierta.
—Buen día —dije, por costumbre.
Nada.
Ni un gruñido, ni un gesto de cabeza, ni la clásica mueca de “me levanté a las cinco y vos me venís a hablar de buen día”.
Silencio de estatua.
El guarda era otra cosa.
Estaba parado a mi izquierda, la clásica bolsita con cambio y boletos colgando del hombro. Pero la sonrisa…
La sonrisa era un problema.
No era una sonrisa amigable. Ni falsa. Era… fija.
Demasiado amplia, demasiado mostrada. Los ojos abiertos de más, con ese brillo vidrioso de dibujo animado mal hecho.
Tenía la risa dibujada y la mirada ida, como si alguien lo hubiera puesto ahí para una publicidad de ómnibus feliz, pero se hubiera olvidado de encenderle el alma.
—¿Hasta dónde, maestro? —me dijo, pero la voz no coincidía con la cara. Sonaba normal. La boca, en cambio, parecía pegada con cinta para arriba.
Le dije el destino. Saqué plata.
Él me dio el boleto sin dejar de sonreír como muñeco roto.
Los ojos, eso sí, no me miraron nunca a mí. Miraban un poco por encima de mi hombro, como si hubiera algo más interesante ahí atrás.
Fue un segundo, dos, tres.
Lo suficiente como para que ese gesto se me quedara grabado a fuego. Pero en ese momento, en lugar de decir “bueno, me bajo, gracias”, hice lo que hace casi todo el mundo frente a lo inquietante:
Fingí que no pasaba nada.
Pagué. Guardé el boleto. Caminé hacia el medio del ómnibus.
Y ahí vi a los otros.
3. Los dos pasajeros
Éramos cuatro en total.
Además del chófer de piedra y del guarda de dibujo animado, había dos pasajeros.
Uno iba en la mitad del ómnibus, apoyado en la ventanilla. Otro más al fondo, del lado del pasillo.
Los dos tenían la misma mirada.
¿Viste esa gente que se queda mirando al vacío en los ómnibus, pensando en sus cosas? No era eso.
Éstos miraban hacia adelante, pero no algo adelante. Miraban recto, con los ojos bien abiertos, sin pestañear, igual que el chófer.
Ni se balanceaban con el movimiento del coche.
No había celular en la mano, no había auriculares, no había nada. Cuerpos sentados, quietos, respirando, con la vista clavada en un punto que yo no lograba ubicar.
Por un momento, tuve una idea idiota pero honesta:
“Capaz están escuchando algo que yo no escucho.”
Una frecuencia, un sonido. Un llamado.
Me senté del lado del pasillo, más o menos a la mitad. No demasiado adelante como para que el chófer me diera miedo, ni tan atrás como para quedar cerca del pasajero del fondo.
Miré por la ventana.
Como si nada, el ómnibus cerró la puerta.
Y arrancó.
4. La primera señal
No fue que arrancó fuerte.
Fue que nunca dejó de acelerar.
Apenas salimos de la parada, el motor subió de tono. El ómnibus tomó velocidad como si tuviera apuro. Mucho apuro.
La calle Buenos Aires es angosta. Tenés autos estacionados a los costados, veredas metálicamente frías, alguna bolsa de basura triste en la esquina.
A los pocos metros, en la siguiente parada, había gente.
Gente normal, con cara de sueño, con mochilas, con bolsos, levantando la mano para hacer seña.
Yo conozco ese gesto de memoria. Crecí viéndolo. La mano que se levanta, como diciendo “no me dejes afuera en este frío”.
El ómnibus simplemente… no aflojó.
Pasó de largo.
La gente quedó en la parada con el brazo en el aire, congelada en la mitad del movimiento.
Fue tan brusco que uno llegó a dar un paso hacia adelante, esperando que el coche se acercara, y tuvo que recular rápido para no quedar sobre la calle.
Miré al timbre arriba mío.
Funcionaba. No era que el sistema estaba roto. Simplemente, el chófer había decidido no parar.
O no podía. O no veía.
—Capaz va tarde —pensé, agarrándome a la explicación más tonta posible.
Pero los ómnibus que van tarde paran igual. Tocan bocina si hace falta, putean, pero paran.
Éste no.
5. Los espejos rotos
Lo que pasó después es más difícil de explicar, porque ahí la lógica dejó de acompañar del todo.
La calle seguía siendo la misma. Autos estacionados a la derecha, otros circulando en sentido contrario. El frío empañando los vidrios.
El ómnibus empezó a ir cada vez más pegado a los autos estacionados.
No un poquito.
No esa maniobra incómoda que todos vimos alguna vez.
No.
Empezó a rozarlos.
Primero sentí un rasp.
Después, el sonido clarito de un espejo que se quebraba.
Crack.
Vi el primer espejo retrovisor de un auto caer, rebotar sobre el capó, quedar colgando de un cablecito.
El choque no fue brutal, fue quirúrgico. Como si el ómnibus supiera exactamente cuánto acercarse para arrancar cosas sin perder velocidad.
El chófer no frenó.
Ni siquiera se inmutó.
Los ojos seguían hacia adelante, fijos, clavados.
El volante, recto.
Otro espejo.
Y otro.
Algunos autos se rayaban a la altura de las puertas. Lo veía por la ventana: líneas largas, blancas, sobre la pintura. Pedacitos de plástico saliendo despedidos.
Yo seguía sentado.
Nadie se levantó a gritar. Nadie dijo “¡eh, maestro, está rompiendo todo!”
El guarda seguía en su puesto, con la sonrisa pegada. No miraba hacia afuera. No miraba al chófer.
Estaba quieto, como un actor esperando el momento de su única línea en una obra que ya se había terminado.
Los otros dos pasajeros seguían con sus ojos desorbitados, como si les hubieran desenchufado la parte del cerebro que reacciona.
El mundo afuera se volvía un carril de destrucción lenta y terca.
Ahí fue cuando me cruzó por la cabeza la idea.
La frase exacta:
“Capaz estoy muerto.”
No la pensé en broma. Me vino así, de frente.
“Capaz estoy muerto y éste es el ómnibus de la muerte. Todos estos están muertos conmigo. Y vamos a algún lugar donde no paran nunca.”
La idea era tan absurda que casi me dio risa.
Casi.
Pero el espejo del auto siguiente explotó contra la ventana, y la risa se me murió ahí mismo.
6. El silencio por dentro
Voy a decir algo que quizás cueste creer:
Adentro del ómnibus no se escuchaban los golpes.
Se veían. Los sentías en el cuerpo, como pequeños sacudones.
Pero el sonido era raro, amortiguado. Como si alguien hubiera bajado el volumen de ese canal en particular.
Los únicos ruidos claritos eran el motor, el zumbido del aire, y algo más: una especie de murmullo grave, constante, que no venía de un lugar específico.
Un… mmmmmmmm sostenido.
Como si alguien cantara una nota muy baja, desde debajo del piso.
Me di cuenta de que estaba apretando el boleto con tanta fuerza que lo estaba arrugando. Lo miré.
Tenía el logo de la empresa, la fecha, la hora, el recorrido.
Todo en orden.
Un boleto normal para un viaje que no lo era.
Me paré.
Fue un acto reflejo. El cuerpo se cansó de dejar la mente a cargo.
Me levanté del asiento y caminé dos pasos hacia adelante, hasta quedar más o menos cerca del guarda.
—Disculpe… —dije, con la voz que uno usa para quejarse sin parecer problemático—. ¿No va a parar? Está pasando las paradas.
Él giró apenas la cabeza hacia mí.
La sonrisa seguía idéntica.
Los ojos, sin embargo, hicieron algo raro: se enfocaron un segundo, como si saliera de un trance. Me miraron de verdad.
Y en ese instante, vi algo que no sé describir bien. No era miedo. No era tristeza.
Era… conciencia.
Como si ese tipo supiera perfectamente lo que estaba pasando, pero no pudiera hacer nada.
—Usted ya está arriba —me dijo, con una voz bajita, que el resto del ómnibus no escuchó—. Quédese quieto.
Lo dijo en serio. Sin amenaza. Como quien te recomienda no mover el cuello si se te trancó.
Yo me quedé helado.
El chófer, mientras tanto, seguía pasando centímetros al lado de los autos, rebanando espejos como si coleccionara trofeos.
No pregunté más.
Volví a mi asiento, pero esta vez no me senté. Me quedé agarrado del caño, con el cuerpo tenso, como si estuviera por saltar.
Y empecé a contar las cuadras.
7. El cálculo
No sé si alguna vez hiciste ese cálculo estúpido de “si llego a tal esquina antes de que cambie el semáforo, hoy me va a ir bien”.
Bueno. Yo hice otro.
“Si llego vivo a mi parada, me bajo. No importa qué. Me bajo.”
Mi mente entró en modo supervivencia, mezclado con el dolor de la columna, que ya se quejaba por el traqueteo y la tensión.
Conocía el recorrido. Sabía cuántas cuadras había hasta la parada donde tenía que bajar para ir a hidroterapia.
Afuera, el mundo empezaba a reaccionar.
Algún peatón que miraba con cara de “¿qué le pasa a este tipo?”, algún conductor que tocaba bocina cuando el ómnibus le pasaba demasiado cerca. Una moto que se tiró más al centro para no quedar abrazada al costado.
El ómnibus seguía sin parar.
Me di cuenta de otra cosa: no subía nadie.
No porque no hubiera gente. Llegábamos a las paradas y había personas haciendo seña, algunas con cara de urgencia, otras de costumbre.
Pero las puertas no se abrían.
Era un viaje cerrado.
Como si ese coche, en ese tramo, en ese momento, no aceptara nuevos pasajeros.
No sé por qué, pero esa idea me inquietó tanto como los espejos rotos.
Porque si no aceptaba nuevos…
¿Aceptaría bajadas?
Miré el timbre.
Lo miré como quien mira un salvavidas colgando en la pared.
Faltaban tres cuadras.
8. El timbrazo
Cuando la parada se acercó, algo en mí se adelantó al miedo. La parte automática. La que sabía que, si me quedaba arriba, iba a ser peor.
Extendí la mano y toqué timbre.
El “¡TIN!” sonó clarito.
Normal.
Al menos, eso era algo.
Por primera vez desde que subí, el chófer hizo un movimiento.
No giró la cabeza. Pero sus manos se ajustaron levemente en el volante.
El ómnibus no frenó de golpe.
Muy de a poco, empezó a aflojar.
Sentí el peso del cuerpo irse hacia adelante, esa inercia conocida.
La parada estaba ahí.
El cartel. El poste. Dos personas esperando, con cara de frío y apuro.
El ómnibus se arrimó.
No demasiado, como si tuviera miedo de acercarse demasiado a la vereda… o como si supiera que, si lo hacía, iba a llevarse el cartel por delante.
Se detuvo.
El guarda apretó el botón de la puerta.
La puerta se abrió.
El aire frío de la calle entró de golpe, mezclándose con el murmullo grave que ahora parecía más fuerte, como si el suelo se quejara.
No lo pensé más.
Bajé.
Un escalón.
Dos.
Vereda.
Apenas mis pies tocaron el cemento, el motor volvió a rugir.
El ómnibus, sin esperar un segundo más, cerró la puerta y arrancó con una urgencia casi desesperada.
Ni siquiera le dio tiempo a los dos que estaban esperando en la parada a acercarse.
Uno de ellos —un tipo de unos cincuenta, con portafolio y cara de lunes eterno— hizo un gesto de indignación y le gritó algo al coche que ya se iba.
—¡Eh! ¡Pará, la p…!
El ómnibus ya estaba a media cuadra, de nuevo pegado a los autos, de nuevo en su carrera de espejos rotos.
El hombre se dio vuelta hacia mí, rojo de bronca.
—¡¿Vos podés creer, bo?! —me dijo—. ¿No ves que le estaba haciendo seña? ¡No paró a nadie en toda la mañana, es un hijo de…!
Y ahí, sin pensarlo, le dije la frase.
—Menos mal que no subiste a ese ómnibus —solté.
Lo dije con una calma que no sentía.
El tipo me miró, descolocado.
—¿Cómo menos mal? ¡Estoy llegando tarde al laburo, pa!
—Igual —insistí—. Menos mal.
Algo de mi forma de decirlo, o de mi cara, lo frenó.
Me miró bien. Como si estuviera evaluando si estaba tratando con un loco, con un poeta o con un tipo que acababa de bajar del infierno.
—¿Qué pasó? —preguntó, esta vez más bajo.
Miré el ómnibus, que ya doblaba en la siguiente esquina.
Quise decirle: “Los espejos, los ojos, la sonrisa, el murmullo.”
Pero sentí que, si lo contaba ahí, en voz alta, con el frío pegándome en la cara, lo iba a hacer demasiado real.
—Nada —mentí—. Está manejando como el culo. Andá caminando, llega entero.
El tipo resopló, guardó el portafolio bajo el brazo y se fue pateando el aire.
La otra persona de la parada ya estaba mirando la hora en el celular, resignada.
Yo me quedé un segundo ahí, como si mis pies no se decidieran a moverse.
Después crucé la calle y fui a hidroterapia.
Como si nada.
9. El agua
La piscina climatizada estaba tibia, casi caliente en comparación con la calle. El vapor subía y se mezclaba con el olor a cloro y crema de árnica.
La fisioterapeuta me saludó con normalidad.
—¿Cómo venís hoy, Julio?
“En un ómnibus de la muerte”, quise contestar.
Pero dije:
—La espalda igual que siempre. La cabeza un poco peor.
Hicimos los ejercicios.
Brazos en cruz, pasos cortos, respiración controlada. El agua soportaba parte de mi peso y la columna agradecía.
Mientras me desplazaba de un lado a otro de la piscina, no podía sacarme de la mente la cara del chófer, la sonrisa del guarda, los ojos de los otros pasajeros.
Sobre todo, los ojos.
Siempre abiertos, mirando sin ver.
En un momento, la fisioterapeuta me dijo:
—Relajá los hombros. Estás como tenso.
“Estoy vivo de pedo”, pensé. “¿Cómo no voy a estar tenso?”
Pero respiré. Aflojé.
El agua me envolvió.
Hubo un segundo —apenas un segundo— en que me vino una imagen absurda:
El ómnibus, en ese mismo instante, descontrolado en alguna otra parte de la ciudad. Los espejos de los autos volando. La gente gritando.
O peor: silencio absoluto adentro, ruido afuera.
Y, al final de todo, un choque. Un vuelco. Luz. Oscuridad.
Cuando salí de la piscina, mis piernas temblaban. No por el ejercicio.
Me vestí, tomé un café en el barcito del club y volví a la calle.
La vida seguía.
Los autos seguían con sus espejos en su lugar (los que todavía los tenían).
La gente caminaba, miraba el celular, fumaba, discutía en las esquinas.
Nadie hablaba de un ómnibus loco.
No había sirenas, no había ambulancias, no había nada que marcara la presencia de un desastre.
“Capaz no pasó nada”, me dije. “Capaz a partir de mi parada, manejó perfecto, frenó en todas, pidió disculpas, y listo.”
No lo creí del todo.
Pero tampoco tenía pruebas.
10. Noticias
Esa noche, como buen obsesivo, miré los informativos.
Primero uno.
Nada. Política, fútbol, un robo a un almacén, el clima.
Después otro.
Nada. Un choque en la ruta, un incendio en un galpón, el dólar.
Busqué en internet:
“ómnibus Montevideo accidente”, “ómnibus Ciudad Vieja espejos”, “chofer loco no para”.
Nada relevante.
Ningún titular de “Ómnibus descontrolado arrasa con espejos en Ciudad Vieja”.
Ni siquiera un hilo en redes sociales de alguien puteando con foto borrosa.
Por un lado, me alivió.
Por otro, me inquietó más.
Porque, entonces, ¿qué había sido eso?
Una posibilidad empezó a asomar, tímida, en una esquina de mi cabeza:
Y si no fue este Montevideo.
Si el ómnibus iba por una especie de carril paralelo.
Si yo, por alguna razón que no voy a entender nunca, subí un poco cruzado de dimensión, hice un tramo, y después me bajé por la puerta correcta, de vuelta a mi versión de la ciudad.
Sí, ya sé. Suena a guion de capítulo raro de serie.
Pero cuando descartás lo obvio y lo probable, y te queda algo que no tiene sentido, igual estuvo ahí.
Quedó un detalle.
El boleto.
Lo había dejado tirado en el bolsillo de la campera.
Lo saqué.
Lo miré.
Tenía el logo de la empresa, la fecha, la hora, el destino.
Todo igual que antes.
Solo que algo se veía raro.
La tinta estaba… más clara. Como si llevara años guardado, no horas.
Lo di vuelta.
Atrás no había nada, claro. Nunca hay nada.
Lo apoyé sobre la mesa y lo miré un rato largo.
Después, lo guardé en una caja junto con otras cosas que no sé clasificar.
11. Años después
Con el tiempo, uno aprende a archivar ciertas experiencias en un estante aparte del cerebro.
No las ponés ni en “cosas normales” ni en “locuras totales”.
Las ponés en “cosas que pasaron y no pienso demasiado si quiero dormir”.
Sigo teniendo dolor de espalda. Las hernias siguen ahí, recordándome que el cuerpo también es una ciudad con cañerías jodidas.
Sigo tomando ómnibus.
No dejé de hacerlo. No podés moverte en Montevideo sin subirte a alguno tarde o temprano.
Pero sí te digo algo:
Nunca más subí tan distraído como ese día.
Miro al chófer.
Miro al guarda (cuando todavía hay uno).
Miro a los otros pasajeros.
Si veo demasiadas miradas iguales, demasiada quietud, demasiado… silencio, me bajo en la siguiente. Así de simple.
Una vez, años después, estaba en una parada y se me acercó un tipo a hablar.
De la nada.
—¿Sabés que un día —me dijo— vi un ómnibus que pasó rompiendo todos los espejos de los autos allá por Ciudad Vieja? No paraba en ninguna. Una cosa de locos. Pensé que estaba soñando.
Se me heló la sangre.
—¿Y vos estabas arriba? —pregunté.
—No, no —dijo—. Estaba en la vereda. Le hice seña y ni me miró. Después, un flaquito que se había bajado me dijo “menos mal que no subiste a ese ómnibus”. Mirá si será loco que me acuerdo la frase.
Lo miré.
No me reconoció.
Habían pasado años. Yo tenía más canas, más arrugas, más historias.
—Capaz tenía razón —le dije.
—¿Quién? —preguntó.
—El flaquito —respondí—. Capaz tenía razón.
El tipo se rió, apagó el pucho contra el cordón y subió al ómnibus que acababa de llegar. Un ómnibus normal. Con chófer normal. Con gente normal.
Yo subí también.
El viaje fue tranquilo.
12. Montevideo y sus carriles
A veces pienso que Montevideo tiene carriles que no vemos.
Así como las calles tienen ómnibus que pasan “fuera de servicio” y uno nunca sabe adónde van, capaz la ciudad misma tiene recorridos donde se cuelan cosas que no cierran con el resto.
Ómnibus que no figuran en ningún horario.
Autos que doblan en una esquina y no salen nunca en la próxima.
Personas con sonrisas demasiado fijas, miradas demasiado abiertas, que siguen caminando por veredas que los demás no vemos.
Esa mañana fría en Ciudad Vieja, a las siete, yo subí a uno de esos carriles.
No sé por qué me dejaron bajar.
No sé si el timbrazo fue lo que me devolvió, o si ya estaba decidido desde antes.
Capaz, como le dije a aquel tipo enojado en la parada, simplemente:
menos mal.
No hago de esto una religión.
No ando por ahí contando que una vez estuve en “el ómnibus de la muerte” como quien cuenta un chiste de fogón.
Pero a veces, cuando el coche está lleno, el motor zumba y todos tienen la misma cara pegada al celular, me agarra una sensación rara.
Miro por la ventana.
Veo la ciudad pasar: Colón, Ciudad Vieja, el Centro, la Rambla, los barrios.
Pienso que, en algún punto, quizás hay otro ómnibus, casi igual al mío, pasando un centímetro más al costado, rompiendo espejos que acá están intactos, dejando gente en paradas que acá nunca existieron.
Y que, en ese ómnibus, hay alguien como yo, con una toalla en la mochila, pensando que es una mañana más.
Hasta que ve la sonrisa de alguien que no sabe sonreír.
Y se da cuenta de que no siempre es el dolor de espalda lo que te avisa que algo está mal.
A veces es la intuición.
A veces es un timbre.
A veces es una frase que te sale sola y no sabés de dónde:
—Menos mal que no subiste a ese ómnibus.
Y te quedás con la duda de si hablás del otro…
o de vos mismo.
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