Es que la vida es una aceptación continua. Debemos asumir la vida porque ya está aquí, así como afrontar la muerte, que es inevitable. Las experiencias nos enseñan a aceptar, y creer en Dios, o negarlo, es reconocer que somos nada o que somos todo. En este proceso, el universo se nos impone con su infinito, sus lejanas estrellas y todas esas realidades que jamás conoceremos ni comprenderemos. Se nos ha negado ser dioses, por eso los inventamos. Esta invención surge de nuestra incapacidad para asimilar plenamente nuestra propia existencia.

No confiamos lo suficiente en nuestra esencia para valorar nuestros actos y, con dolor, atravesamos entre aleluyas o filosofía dura, hasta comprender que somos un pedazo de carne y huesos formando un todo que a veces se burla de nosotros. Finalmente, poco antes de morir, reconocemos que hemos existido y que, hagamos lo que hagamos, no siempre vivimos como hubiéramos querido; que desperdiciamos la única oportunidad de ser auténticamente, sin aparentar algo que nunca fuimos.