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Estuve leyendo "Melancolía de la Resistencia", de László Krasznahorkai. Lo había prestado sin leerlo aún a un amigo bastante lector, más que mi persona, creo, y a las dos semanas recibo una llamada con una oración bastante singular y propia de un lector que no admite una crítica del significado de una lectura: "Este libro es más pesado que una vaca en brazos. Tráeme otro, que no sé de dónde sale este o este otro personaje. Tengo que volver una y otra vez para saber de dónde salen estos personajes".

Sorprendido por su inesperada llamada, fui al día siguiente y le llevé otro libro. Creo que fue de Georges Perec, "Especies de espacios". Creo que le gustó pues no recibí llamada luego de una semana.

Por mi lado, y dada la intensidad de mi trabajo que me impedía darme el tiempo de leer los libros que había adquirido cuando era un lector voraz para luego volverme en un escritor de cuentos, me dedicaba, cuando iba a una librería, a comprar libros y libros sabiendo que quizás nunca podría leerlos, o quizás hojearlos, y eso quizás me daría ese sentimiento de ver mundos o paisajes diferentes. Pues eso sí puedo sentir cuando cojo un libro. Lo primero que hago es oler sus hojas y luego leer su parte posterior para al final abrirlos como quien ve su regalo y leer una que otra página. Muchas veces he quedado horas perdido en una de mis bibliotecas, sentado en el piso con un libro en la mano leyéndolo por horas y horas hasta que llegaba la noche y sabía que debía con pena dejarlos en uno de los rincones de mi biblioteca. Por momentos soñaba en ser un bibliotecario y tener todos esos mundos a mi alcance: viajar sin viajar a través de sus voces. Pues sí, eso es lo que siento cuando leo, escucho sus voces, y muchas veces siento que he padecido de esquizofrenia. Al menos eso me comentó un amigo cuando se lo conté mientras leía uno de los tantos cuentos de Tolstói: su voz gruesa, patosa y agotada, pero con ese fuego que uno se enciende por dentro y no puede dejar de seguirle hasta que termina su narración.

En fin, en esos estados estaba cuando recogí el libro del húngaro que al final salió ganador del Nobel de literatura, y el libro que tenía hacía años no se encontraba en el mercado. Fue como un encuentro de dos amantes de la palabra. Miré el libro y sentí que el libro me frunció una seña de complicidad. Sonreí y fui a casa. Apenas llegué, hice mis ejercicios, me bañé y luego, no me senté a escribir sino a leer ese libro tan pesado como decía mi amigo lector. Me eché en la cama y abrí sus hojas: era la voz de un hermano que mostraba pasajes de un mundo tan oscuro y miserable que me dije, qué hermosa manera de describir su universo. Aparecían personajes, por un lado, luego desaparecían, para al final encontrarse en una fantástica visión universal en uno que otro personaje. Dejé el libro en la página 110 y me dije: mañana lo leeré un poco más. Es demasiado hermoso para terminarlo de un solo golpe, esto se digiere por cucharitas, como un postre extraño de ese mundo de barro, de bajezas, de ratas y demás, pero con una ironía fina, sin quitarle esa humanidad dura y llena de miedos.

Cerré los ojos y con una sonrisa me puse a meditar como lo hacía por más de cincuenta años y luego, dormí. Y tuve un sueño tan extraño y revelador que casi sentí que podía sangrar. Hacía años que tenía un sueño donde era una persona libre, joven, vendedor de una empresa y que por suerte había alquilado un bonito departamento de cuatro piezas en un edificio y en el primer piso. Me bañaba y salía a trabajar con mi catálogo de alfombras a ofrecer, y día a día no vendía nada, y día a día me quedaba sin qué comer ni qué pagar el alquiler. Era angustiante, pues aquel lugar se volvió una cárcel de cemento e ideas como nubes que jamás podrás tocar. Y siempre despertaba angustiado. Han pasado muchos años y nunca más soñé con ese departamento, hasta ese instante en que terminé de leer el libro hasta la página 110.

Esta vez estaba en el mismo departamento, ordenado, con sus cosas, sus sillones, su cocina completa, todo, pero había una persona más: era un conocido con el cual había servido en el refugio cuando era un seguidor del maestro y él era mi jefe. En este sueño él estaba con una chica blanca y hermosa, y estaba muy entusiasmado con el departamento. Trajo máquinas de imprenta, guillotinas de papel, papel y muchas resmas de todo tipo de papel. Lo observaba y no sabía qué decir. Estaba en mi sueño, en ese sueño donde no tenía para comer en mi departamento, pero este conocido se puso a trabajar allí con la bella mujer. Le dije qué pasaba. Me miró y me ignoró, y siguió su gestión. Y sentí que me arrebataba el departamento, y no quería, no quería, pero se lo quedó. Y en ese instante, desperté muy agitado, sudando, y sin entender el sueño.

Miré la hora y eran las tres y media de la madrugada. Encendí la luz de mi lámpara y vi a mi costado el libro de László. Suspiré y miré el libro y una de sus páginas se abrió, y parecía latir como si tuviera corazón. Apagué las luces y me senté a meditar un poco más. Un viento en mi rostro lo sentí como un velo. No abrí los ojos, no quería, y sentí que las ventanas de mi cuarto se movían como si estuviera pasando un viento. No abrí los ojos hasta que la oscuridad de mi interior empezó a tornarse en una cueva sin final, y me cubría de todo como si fuera el útero de la existencia. Y más luego, todo fue como un amanecer. Abrí los ojos y el día había nacido. Vi el libro y este estaba quieto, como debía ser. Y recordaba mi sueño y supe con claridad que mi amigo de la imprenta se había ahogado en mi sueño para siempre.

Cerré los ojos y sonreí mientras escuchaba el silencio de la soledad y del universo en mi pequeño corazón.

Texto agregado el 20-11-2025, y leído por 11 visitantes. (0 votos)


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