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La noche había caído y el calor era denso y pegajoso. Daniel permanecía junto a la ventana de la pequeña iglesia, observando la quietud del campo. Las estrellas brillaban con nitidez sobre un cielo claro. Desde allí podía ver las dos colinas: la de los amish, donde aún se notaban luces tenues, y la otra de las viviendas, sumida en una oscuridad espesa.
En la oscuridad un caballo descendía lentamente por el sendero. Una lámpara colgaba del costado de un carruaje de madera. Daniel se apartó de la ventana y bajó al primer piso con pasos acelerados. El sonido se detuvo frente al templo. Alcanzó a oír voces afuera, y reconoció la voz de Martha, dando indicaciones con su tono áspero.
La puerta chirrió al abrirse. Ella nota a Daniel parado en la plataforma
—¿Vas a predicar o me vas a ayudar? —preguntó Martha, entrando con el ceño fruncido.
Daniel reaccionó de inmediato. Corrió hacia el banco más cercano, tomó una paila y una funda, y los acomodó con torpeza. Luego se quedó de pie esperando.
—Eres un joven extraño —dijo ella mientras lo observaba de arriba abajo—. Pero Marcos habla bien de ti… ¿Hay algo que debamos saber?
Él se quedó inmóvil, bajando la mirada.
—Disculpe usted… no soy bueno con las personas. Me pongo nervioso… siento que voy a hacer todo mal.
Martha lo analiza, sin suavizar su expresión.
—Según Marcos, trabajas en la fábrica. También eres buen hijo, eres servicial, con poca vida social. Eso ya te hace parte de esta comunidad. A veces es mejor ser único que igual a todos.
Daniel sonrió con timidez, pero al notar que ella no cambiaba el gesto, borró la sonrisa y volvió a adoptar una expresión seria.
—¿Te dejaron caer cuando naciste? —disparó de pronto Martha.
—¿Eso lo escribió el padre Marcos?...Pregunta Daniel.
La mujer soltó una carcajada que retumbó en las paredes, aunque fue interrumpida por una tos seca. Se llevó la mano al pecho.
—Olvídalo. Quédate en tu mundo. Pero escucha bien. En esa esquina hay sopa y pan. Y un saco de vestir. Era de uno de los chicos, pero te lo puedes quedar. Afuera hay un tanque con agua para que te laves.
—Gracias señora Martha. De verdad… Tal vez mañana ya me vaya. No traigo casi nada. No tengo ropa, ni mis libros…
Ella levantó una ceja.
—Espero que sea así. Porque me da la impresión de que quieres salir corriendo de aquí.
—Perdón, pero tengo algunos asuntos que atender…
—¿Alguna chica?
—No, señora.
—¿Hijos?
Daniel se tensó, nervioso.
—Todavía no…
—¿Trabajo pendiente? ¿Alguien enfermo? ¿Debes dinero? ¿Te busca la policía? ¿Mascota que cuidar?
El joven tragó saliva y negó con la cabeza.
—No, señora.
Martha lo observó con un gesto que mezclaba dureza y algo de lástima.
—Entonces un poco de aire fresco no te va a hacer daño. Mírate… pareces harina con sudor. Pálido, y sin motivos para vivir.
Él bajó la vista. No tenía una respuesta.
—Eso también lo dijo Marcos.
Daniel alzó la mirada, confundido.
—Oh… ya veo.
Afuera, alguien caminaba de un lado a otro, impaciente. Martha lo notó.
—Ese es Palermo —comentó señalando hacia la sombra de un joven bajo y robusto sentado en la tierra—. Podría decirse que es como tú..
Daniel frunció el entrecejo, intentando mirar mejor.
—¿Lo dice por lo reservado? ¿O por respeto, como decía la carta?
Martha lo miró sin rodeos.
—Palermo es retrasado mental.
Daniel se sobresaltó. Se acercó a la ventana con disimulo. El muchacho afuera jugaba con una ramita en la tierra, completamente ajeno a lo que se decía de él.
—Yo… ¿Está usted segura?
—Mañana tienes trabajo. Estarás atento a los visitantes. Cierra bien la puerta. No vaya a ser que te roben —dijo Martha, girando sobre sus talones.
—Preferiría quedarme con alguien —dijo él, casi en susurro—. Por si llega alguna visita no deseada?.
Martha se detuvo en seco. Giró lentamente.
—¿Gerónimo te habló de los indios?
Daniel en silencio.
—Créeme, hay cosas peores muchacho.
Cuando ella intentó salir, él se interpuso en la puerta, nervioso, las manos temblorosas.
—¿Qué cosas? ¿Qué puede ser peor que… los salvajes?
Martha lo miró fijamente, sorprendida por el término.
—Ustedes… los de tu tipo —respondió con frialdad—. Usan palabras como “salvajes” sin saber. Este lugar les pertenece a ellos. Ustedes se esconden en las letras de los periódicos para acusar a los que no entienden. Ahora, quítate de la puerta. No quiero que Palermo te tienda como ropa mojada.
Martha sale al aire caliente de la noche. Daniel cerró la puerta de golpe al notar la figura de un hombre gordo y alto que lo observaba fijamente desde la distancia.

Texto agregado el 13-11-2025, y leído por 0 visitantes. (0 votos)


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