Ayer fui al cine y había una película de la que por no recordar no recuerdo ni el titulo, me senté alejado de todos, en la última fila de aquella portentosa oscuridad. Estaba solo y al poco tiempo me estaban recorriendo escalofríos que supuse eran a causa de la fiebre.
No quería dormir, no deseaba delirar que estaba metido dentro de un conglomerado de hierros muertos, pero el sabor del acero, del hierro, de la sangre ya poblaba mi boca interrumpiendo cualquier atisbo de lucidez.
En las butacas medias de aquella boca se sentaron otros tantos. También solos que al igual que yo dejaban ausencias a los lados. Ese agujero, esa boca, podía tragarse cualquier cosa, podría sorber finamente el ajetreo, la melancolía, incluso la soledad pero jamás mi impertinente delirio. Jugaba conmigo, recordándome que allí tampoco podría cobijarme del miedo a volver.
Volver a enfrentarme con mi eterna demanda del instante; el momento ingenuo en el que sentí que la evasiva sólo podía estar allí.
La sala se hizo todavía más impenetrable y sólo distinguía el letrero verde que me indicaba la puerta. Estaba jugando conmigo, me arrullaba y se reía histérica dibujando la salida que también era mentira.
El sabor frío, cáustico, llegó a la garganta y una arcada ácida subió rápida. No vomité. Sudaba, me retorcía, y las filas de butacas se me antojaron dientes tan negros como los míos, pude percibir la respiración de la sala, di un trago a la coca-cola y cerré los ojos.
Necesitaba el instante.
Al levantarme el piso era una lengua que, con un movimiento de atrás hacía delante, me escupía a la luz del día.
Caminé sin saber donde, caminé con la costumbre, con el vacío y el asco. Llegué, toqué la puerta y al abrirme me sonrió con el típico gesto “te estas pudriendo” que en otra situación hubiese provocado mi fuga.
El pinchazo fue igual a estar metido en una bañera que se vacía poco a poco y aunque calmado supe que la búsqueda de aquel instante no acabaría.
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