Mi gato me costó quince pesos hace unos años. Lo compré en un puesto de mascotas en la calle. También había ratones de a tres pesos, cuyos de a doscientos y una araña de a veinte. El bicho estaba chillando con otros tres. Abría su boquilla triste enseñando todos los dientes. Quince pesos no era mucho, era el precio de unos Chetos y dos paletas Payaso, pero se trataba de lo que había ahorrado en una semana de no comer dulces. Cuando lo compré acompañado con mi mamá, el gato estaba chiquito: lo agarraba uno y parecía que se tensaba. Y hasta se sentían sus costillas en tanto estiraba las patas y sacaba las uñas como si le apachurraran algo. Se me ocurrió nombrarlo Jonás, pero no lo valoré por lo poco que me costó. Así estuvo en la casa, comiendo galletas de animalitos a la sombra del Pecas, un perro orejón consentido que a cada rato lo correteaba, obligándolo a pasársela en la sombra de los roperos y en el misterioso fondo de las camas junto a pelotas y carritos olvidados.
Un buen día me percaté de que Jonás ya estaba grande y gordo, y entonces noté que se me pegaba a la pierna entrecerrando los ojillos, así que le acaricié la cabeza dura entre las orejas erguidas como de Batman.
Ahora está viejito. Parece fantasma, se escapa toda la semana y nomás llega a comerse las croquetas que pongo en un recipiente junto a la puerta de la cocina, cuando se filtra entre los perros aletargados por el calor del mediodía.
Sí, me salió barato, pero no se vale que mi abuelo lo haya vendido en el mercado. Pidió treinta pesos por él para comprarse sus Faros. Está bien que mi abuelo esté chocho, pero que no mame.
Cuando me enteré de que mi abuelo llevó a vender al Jonás, lo vi sentado junto al árbol de duraznos echándose uno de sus Faros. Tiene prohibido fumar y nadie le presta un quinto porque todo lo pierde de volada. »¿De dónde lo sacaste?» Entonces escondió el cigarro tras su chamarra de cuadros. »El Jonás no está, abuelo. Dice el Güero que te vio con un gato gordo que ni se dejaba agarrar. A mí se me hace que era Jonás».
Así es que ahora estoy donde empecé, en el puesto de animales regateando por mi animal, enjaulado junto a un cotorro de a cien y unas ratas egipcias pelonas con sus crías de a veinte cada una. Lo único bueno es que ya subió su precio. Vale trescientos.
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